En su día, lejano ya, le dediqué un escrito al asunto, centrando la cosa en la señora Cospedal, sí hombre, sí: aquella mujer tan alta, tan guapa, tan elegante, que fuera casi todo en tiempos de Mariano. Pueden comprobarlo en las hemerotecas: aquella señora era tan comedida a la hora de aplaudir, que daba una palmada cada cinco segundos, como mucho: manos como de ave volando en paz. Pero con una fuerza y un entusiasmo indescriptible: por su ausencia. Yo creo que tamaña languidez expresiva no era sólo por su manera de ser, sino que, “creyéndose” una reina (no era para menos), lo hacía así para parecerse a la reina verdadera, doña Sofía, la persona que se ha dejado el alma en cada aplauso. Aquí, entre nosotros, a mí me aplaude doña Sofía como solía, y no me ando con chiquitas: “Señora, muchas gracias, pero mejor que se ahorre el esfuerzo”. Leído lo anterior, cualquiera podría colegir que esa forma de aplaudir es privativa de ciertas señoras. Pues nada de eso. El otro día, el p...
Medio siglo bien corrido ha pasado desde aquella noche que asistiésemos a la actuación de un jovencísimo Pablo Guerrero en el Gran Teatro de Cáceres (he escrito homenaje en el título para decir un motivo para decir que hoy lo que se lleva es un insoportable anglicismo, “tributo”, como si no fuese suficiente con los que pagamos a Hacienda). Aquel lejano encuentro lo he puesto en plural porque tal acontecimiento -fue un acontecimiento- me quedaría asociado para siempre a los cuatro amigos que, una vez acabado el acto, nos topásemos con el cantautor en el Paseo de Cánovas, que siempre será el Paseo de Cánovas: en mi vida he visto a nadie llamarlo Paseo de Calvo Sotelo. No recuerdo bien si por entonces -no voy a levantarme ahora a mirarlo, que dijera Umbral- ya había sido compuesta su emblemática canción (icónica dice a todas horas la juventud periodística), que, por esas cosas que nadie conoce, se convertiría en el himno de la transición, “A cántaros”, claro es, toda de inolvidab...