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Mostrando entradas de enero, 2022

HARARI Y SAN AGUSTÍN

En los hondos insomnios de la alta madrugada, la radio me trae a las mientes entredormidas un espeluznante relato: una joven argentina a la que, ante el rotundo fracaso de la ortodoxia médica, la psiquiatra le dice a sus padres: “Llévenla a una iglesia”. Estaba, claro es, poseída por el demonio, repulsivo individuo que de siempre tuvo su domicilio en el Infierno. Lo que le hacía falta a mi insomnio. Voy allá. En esto que, en la semioscuridad, al rozar el libro que yace a mi lado, se me encienden todas las alarmas. El libro no es otro que “Sapiens”, del docto Harari, una novísima visión del camino recorrido por esta especie a la que pertenecemos: “De animales a dioses”. Total, que recordando al demonio, de pronto me doy cuenta de que, ni en el resumen inicial de la obra, que va desde la aparición del universo, hasta el futuro, ni en el decurso de lo leído, voy ya por Mesopotamia, aparece el Infierno por parte alguna. Ya está, me digo: eso es que el Infierno ya existía antes del B...

BASURA VERSUS HERMOSURA

Sucedió la otra noche. En esto que, dándole al mando de la tele por ver si encontraba algo que aliviase un tanto mi maltrecha soledad, luego de atravesar ‘cadenas’ de basura, de súbito, voy y me quedo clavado: fue al escuchar la sobria voz de José María del Río (la de “El Cosmos”, del gran Carl Sagan) y, de fondo, la agradable dicción susurrante y anglófona del genio de la cosa, David Attenborough, el anciano más joven del mundo (va por los 95), presentando con su entusiasmo congénito una de esas cosas que te reconcilian con la vida. Lo dijo el más listo de la clase, Einstein, claro: “El que no posee el don de maravillarse ni de entusiasmarse, más le valdría estar muerto”. El entusiasmo lo pone don David, ya digo. De maravillarme, ya me encargo yo, y de qué manera. Películas de “reclinatorio” llama el inteligentísimo J. L. Garci a las ‘películas de culto’. Lo cual que yo tengo un reclinatorio de cuando entonces (me lo traje de mi pueblo), que uso para ver las cosas ex...

GARZÓN "EL GRANJERO"

“La mejor manera de guardar un secreto es esconderlo en un libro”, dijo Azaña, aquella desgracia que tuvimos. Pero para eso estamos aquí las ratas (de biblioteca, claro). Ejemplo: hay publicada, tiempo ha, una cosa de enorme trascendencia mediática, sobre un embajador de Zapatero, ahora en el candelero, que los miles de periodistas ni la han olido. Oiga, que Azaña escribía muy bien. Sí, claro: y Neruda era un dios de la poesía y al mismo tiempo un alfabeto funcional: no aprendió nunca a dividir, lo confiesa él mismo. Y lo que es peor: tiene ‘escondida’ en un libro una de las burradas más aberrantes que se puedan imaginar. Mucho mejor así, porque como se entere Garzón, “el granjero”, ya tenemos otra gorda liada. Tranquilos, señores ganaderos: el pobre Garzón no es analfabeto funcional como Neruda: es analfabeto integral y estoy seguro de que no va a leer a Neruda, ni mucho menos a este particular. Atentos a la jugada: “Confieso que he vivido”, bellísima prosa, por otra p...

LA CARGA DE ESCOBAS

El hombre, como tantos días, se presentó en casa bastante enfurruñado, por no decir blasfemando como un arriero: no había logrado que nadie le contratase para ganarse el jornal. Por entonces, la costumbre era que los jornaleros acudiesen a la plaza del pueblo, a esperar el maná en forma de jornada laboral. Los días que volvía de vacío, muchas veces, ya digo, el hombre aparejaba el burro y se encaminaba a varias leguas del pueblo, el Casar, a por una carga de escobas, o tomillos, según; carga cuyo destino era la tahona del lugar, al módico precio de diez pesetas. De muy joven (huérfano de padres con catorce años), más de una vez dormiría, junto al resto de la cuadrilla, en el calabozo de Garrovillas, localidad a donde eran conducidos por la guardia civil cuando eran sorprendidos arrancando escobas en los ‘feraces’ cerros de Araya, pertenecientes al término municipal de referida localidad, previa requisa de los aperos de las bestias, claro. Fue el caso que un día de blasfemias, a...

LA PEOR PARTE

Si Fernando Savater, persona a la que profeso profunda admiración, no hubiese escrito lo que escribió cuando la muerte de su mujer, “La peor parte”, yo no habría tenido agallas para pergeñar estas líneas, que ya tuvieron su heraldo el domingo pasado: “Escribo en la habitación de un hospital…” Dijo Savater que “el tormento por la muerte de su esposa fue el pago por la felicidad de una vida juntos” (treinta y cinco años). Pues bien, si el tormento se midiese en años de felicidad, el mío lo supera con creces: medio siglo. Sí, ya sé que yo no soy Fernando Savater, que yo soy un simple particular, que a los lectores no tiene por qué interesarles mi vida privada. De acuerdo. Pero ustedes me tienen que perdonar. Escribo, no como catarsis, que también, sino como homenaje a una mujer extraordinaria que me ha llevado en volandas durante cincuenta años, y cuya muerte me ha sumido en la más absoluta desolación: “Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”, ...