El hombre, como tantos días, se presentó en casa bastante enfurruñado, por no decir blasfemando como un arriero: no había logrado que nadie le contratase para ganarse el jornal. Por entonces, la costumbre era que los jornaleros acudiesen a la plaza del pueblo, a esperar el maná en forma de jornada laboral. Los días que volvía de vacío, muchas veces, ya digo, el hombre aparejaba el burro y se encaminaba a varias leguas del pueblo, el Casar, a por una carga de escobas, o tomillos, según; carga cuyo destino era la tahona del lugar, al módico precio de diez pesetas. De muy joven (huérfano de padres con catorce años), más de una vez dormiría, junto al resto de la cuadrilla, en el calabozo de Garrovillas, localidad a donde eran conducidos por la guardia civil cuando eran sorprendidos arrancando escobas en los ‘feraces’ cerros de Araya, pertenecientes al término municipal de referida localidad, previa requisa de los aperos de las bestias, claro.
Fue el caso que un día de blasfemias, aparejado el burro, le dijo a su hijo mayor, que por ser día no lectivo estaba jugando en la calle: “Vamos, vente conmigo”. Y el niño, ni corto ni perezoso, se encaramó al burro, más contento que unas castañuelas. Aquel día hubo suerte: el niño no tuvo que ver a su padre temblando temeroso, como aquella mañana de domingo, cuando vieron brillar los tricornios a distancia, mientras el hombre segaba un saco de yerba para el burro. Arrancadas las escobas, y una vez cargadas en el animal, “sujétame aquí”, el padre subió al hijo encima de la carga y así hicieron el camino de vuelta: el niño convertido en un rey mago (se necesita muy poco para hacer feliz a un niño) y el padre agilando: a veces delante del burro, a veces detrás.
La otra tarde, la soleada tarde del día de Reyes, el padre y el hijo se dispusieron a dar una larga paseata por el campo. “Tengo el móvil atestado de llamadas. Miedo me da cogerlo. Es que hoy no es fiesta en muchos países y por eso me llaman”. En esto que, justo cuando iban por el camino que un día recorrieran un siglo antes aquel padre y aquel niño convertido en rey mago por mor de una carga de escobas, va y suena el teléfono: “¡Joder, de Norteamérica!”. “Tendrás que contestarle, qué vas a hacer”. Y el joven comenzó una conversación, de la cual sólo entendí “How are you” y poco más. Resulta que el mozo tiene un carguillo en una empresa nacional con sucursales en medio mundo, de ahí las llamadas extranjeras.
Creo que no hace falta que les diga que el que arrancó las escobas era mi padre. El niño que le acompañaba era yo. Y el joven del teléfono es mi hijo.
(Si mi padre hubiese presenciado la escena de la otra tarde, se habría vuelto a morir de repente. Incluso el burro, de haber estado presente).
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...