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Los versos del capitán


   Pablo es de una de las pocas personas felices que he conocido en mi vida”, dijo de Neruda el ucraniano Ilyá Ehrenbur, aquel pacífico intelectual (“si te acuestas sin haber matado un alemán, será un día perdido), amigo también de Picasso y de Alberti, que anduvo de corresponsal de guerra en la España de la guerra. A quién se le ocurre, tildar de semejante vulgaridad a tan grande poeta. Se entera Rimbaud y lo expulsa ipso facto del parnaso, espada flamígera en mano: “Cómo puedes haber caído tan bajo”, le diría a un amigo que se declaró feliz. Y no digamos Fernán-Gómez, que cuando le preguntaron si era feliz, contestó, cual Júpiter tronante, con sensacional ocurrencia: “¡No. Ni falta que me hace!”. En fin, que yo por si acaso no diré que don Pablo fuera un hombre feliz, pero de lo que sí estoy seguro es de que fue un hombre bueno, que es lo más grande que se puede decir de una persona (el que se desentendiese de su hija hidrocefálica, es el único lunar que encuentro en su biografía: se lo perdono porque hay “vivencias” que destrozan al individuo: conozco otros casos de seres humanos intachables).

     Es que sólo un hombre de mucha categoría es capaz de hacer lo que don Pablo hizo. Resulta que, estando ya enamorado “como un becerro” (Vargas Llosa: “Las travesuras de la niña mala”) de Matilde Urrutia, a la que fuesen dirigidos “Los versos del capitán”, libro “de pasión brusca y ardiente”, con el fin de no herir a su anterior mujer, de la que acababa de separarse, la obra salió sin autor, y sin autor anduvo algún tiempo. Como te lo cuento. Y no contento con lo cual, diría de ella: “Delia del Corral, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera”. Ahí queda eso.

       ¿Que a qué viene todo esto? Síganme.

   Pues eso: que ha sido inevitable que me acuerde del Nobel chileno, a la vista de las palabras del Nobel hispano-peruano: “El último ha sido el mejor año de mi vida”. O esto otro: “Al fin he sabido que la felicidad tiene nombre y apellido: se llama Isabel Preysler”. Me parece de perlas, que don Mario esté enamorado “como un becerro” de Isabel, pero no me parece propio de un hombre de bien que para expresar su felicidad haya recurrido a Unamuno: “¿Contra quién va ese elogio?”, preguntaba don Miguel. Está claro, contra Patricia, mujer con la que ha compartido su vida durante décadas. ¿No habría sido acaso más prudente que Mario le hubiera dicho a Isabel esas cosas tan bonitas en la intimidad de unas sábanas recién planchadas? Hombre, claro. A no ser que haya querido pasarle factura públicamente a su prima (son primos hermanos) de la presunta causa que propició el puñetazo de Mario a Gabo: sucedió en Barcelona. 
  En resumen: que lo de don Vargas no va a cambiar ni un ápice mi valoración como escritor (nada que ver con el mago Gabo), pero es que uno tiene debilidad por las personas buenas, y estas palabras están escritas más para mostrar mi admiración por la bonhomía de Neruda que para criticar al becerro isabelino, perdón, al Mario enamorado

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