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LOS GORRIATOS MUERTOS

LOS GORRIATOS MUERTOS Agapito Gómez Villa Hay quien dice que somos lo que recordamos (mal asunto cuando se pierde dicha capacidad). Hablemos, pues, de recuerdos. Uno de los momentos más memorables de la historia de la literatura universal tiene como fundamento los recuerdos evocados por algo tan ‘prosaico’ como el sabor: el sabor de un trocito de magdalena mojado en el té: de Marcel Proust hablo y de su extraordinaria obra: “A la búsqueda del tiempo perdido”. Por contra, un escritor enfermizamente proustiano, Francisco Umbral (habría dado el brazo manco de Valle-Inclán por ser Proust), nunca habla de sabores, sino de olores, lo cual no deja de ser cuasi lo mismo: el 60% de lo que se detecta como sabor es procedente de lo que se detecta como olor. Cosas de la neurología. Alguien podrá pensar que donde se ponga el poder evocador de la vista, o del oído, que se quite todo lo demás. Alto ahí. El primero de los nervios que aparecen en la evolución es… ¡el olfatorio! Y desde Darwin p’acá, nosotros somos producto de aquella primigenia evolución, no sé si me entienden. Sigamos. El que dos genios como Proust y Umbral ‘vean’ el mundo, mayormente, a través del gusto y del olfato, no quiere decir que sea así en todos los mortales. En mi caso, sin ir más lejos, son los sonidos los estímulos fundamentales de mi memoria, nieto e hijo que soy de Agapito el Sordo y de Santiago el Sordo, respectivamente. Como lo oyen. Bueno, a lo que íbamos. Que más o menos conscientemente, no hacemos otra cosa que recordar, y comparar: unos por la evocación de los sabores, otros por los olores, por la vista, por el oído, por la piel… Ahí quería yo llegar, a la piel. Es que es a través de la piel cómo percibimos estas calores tan grandes que estamos padeciendo (termorreceptores se llaman los encargados de tal), que no conozco a nadie que las perciba con los oídos. Pues bien, máquinas de recordar que somos, y, por tanto, de hacer comparaciones, al día de hoy no he percibido una sensación de calor más intensa que las que ya tengo almacenadas en la memoria. Todavía no he visto superado el calor de las tórridas siestas de la infancia, cuando sigilosamente nos escapábamos de casa y, tirachinas en mano, saltábamos al olivar más próximo, con la intención de abatir algún gorriato. Pero hete aquí que no hacía ni falta empuñar el arma: previo agónico y agobiante piar, los pobres pajaritos caían al suelo asfixiados de calor, hecho que me producía hondo pesar. ¿Que hace más calor ahora? Cuando quieran contamos los gorriatos muertos hoy, y comparamos con los de antaño. Y qué decir de aquellas madrugadas de insomnios sudorosos, en las que algunos vecinos pasaban la noche en una manta tendida en la acera. ¿Más calor ahora? Vamos anda. Eso quisieran las mujeres y los hombres de la tele, esas inicuas criaturas que han elevado una información científica (la meteorología) a la categoría de comicidad.

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