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ELLA Y ÉL

ELLA Y ÉL Agapito Gómez Villa Ella. La Conferencia Episcopal ha salido en defensa de doña Irene Montero, por aquello que dijo sobre las relaciones sexuales en la niñez. Por boca de su portavoz, los monseñores han dicho que las palabras de la ministra han sido sacadas de contexto. Totalmente de acuerdo. No creo que a nadie, por muy escaso juicio, se le pueda ocurrir semejante barbaridad: la justificación de la pederastia (busquen, busquen en las hemerotecas), práctica tan execrable, tan abominable, tan repugnante, que el Jefe de la Conferencia, Jesucristo, ¿o no?, no se anduvo con chiquitas: “Ay de aquel que escandalizare (….) a uno de estos pequeñuelos. Más le valiera no haber nacido”, o bien, “más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar”. Nunca Jesucristo fue tan duro. No es para menos. Es tan grave lo dicho por doña Irene, empeñada en meterse de modo contumaz en charcos de once leguas, que los monseñores han preferido tirar de benevolencia (“palabras fuera de contexto”) y no de la artillería pesada: “Perdónala, Padre, porque no sabe lo que dice” (yo entendería que alguien pensará que lo mío con doña Irene es corporativismo: ya saben, al igual que ella, yo también trabajé algún tiempo de dependiente en un comercio de mi pueblo). Él. El padre de los niños de doña Irene, Pablo Iglesias, también es mala suerte, hija, la ha vuelto a liar: ha llamado ineptos a los policías municipales de Madrid; se ha mofado de ellos. No voy a meterme en la refriega. Pero sí quiero aprovechar la ocasión para exorcizar los demonios que me poseen en cuanto aparece en escena este personaje. Me explico. Que un individuo que no ha trabajado en su puta vida, ande por ahí dando lecciones, es algo que me produce ganas de vomitar, yo, que no he vomitado ni cuando nos poníamos moraos de aquella ginebra homicida que nos echaban en los cubalibres. Que un tío que ha vivido siempre del cuento (a lo máximo que llegó fue a mediocre profesor interino), vaya por ahí dando lecciones de moral, no lo puedo tragar ni con un cachito de pan. De siempre hubo tíos vagos, maleantes, parásitos (Pablo eres un parásito, sensu stricto). Pero que encima se erijan en adalides de la clase trabajadora, es algo que me pone de los nervios: pares craneales incluidos. Cada vez que me acuerdo de aquel muchacho que a los doce comenzase de camarero los domingos y fiestas de guardar, y a los catorce principió en la albañilería, de lunes a sábado, inacabables veranos del bachillerato (mi padre decía que eso de estudiar no era un trabajo), y veo ahora a este tiparraco, que se ha pasado la vida como un señorito, impartiendo doctrina social (basura ideológica más bien), me dan las siete cosas. Qué asco. Quién fuera Jesucristo: “Ay de los miserables que viven sin trabajar y andan por ahí dando lecciones: más les valiera no haber nacido”.

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