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LA LEY TRANS

Nunca agradeceremos a doña Irene Montero, mi colega como dependienta, tres meses ella, tres meses yo, la aprobación de la susodicha ley. Ojalá ‘me’ hubiese llegado antes. ¿Para cambiarme de sexo? Qué va. Aunque no habría sido el primer madurito que lo hiciese: un suponer, el profesor tal, que al empezar el nuevo curso, se presentó como la profesora cual. Como se lo cuento. En fin. Digo que ‘me’ ha llegado tarde, porque, de haber estado en vigor dicha ley en los años ochenta, me habría dado ‘resuelto’ el arduo problema que se me suscitó (ya glosado aquí en su día) siendo yo médico bisoño de la entonces prisión cacereña de jóvenes varones. “Tienes que pasarte por periodos, verás que sorpresa” (periodo: celda donde el recién llegado pasaba tres días aislado para ver por dónde tiraba su comportamiento). En efecto, la sorpresa fue de época: en lugar de un muchacho con el estigma facial de las drogas, me encontré con una morenita colombiana a la que no le faltaba de nada, no sé si me entienden. Cómo sería el impacto, que salí corriendo en cata del capellán, que casualmente andaba por el lugar: “Necesito confesarme, padre”. Y cuando le conté lo sucedido: “¿No te habrás sobrepasado, hijo?”. “No, por Dios. Ha sido sólo de pensamiento. Usted no se imagina cómo es la moza”. “Y qué hace aquí una muchacha”. “Se llama Anselmo”. “Ah”. A los pocos días, Anselmo (nombre supuesto) se me presentó en la consulta a pedirme las hormonas que lo/la mantenían tan guapa. Le dije lo primero que se me ocurrió: que ese tipo de medicación no venía en el guión. Y se marchó sin cajas destempladas. A las pocas semanas, le creció una barba como la de Conchita Wurst, la austriaca que ganó Eurovisión, lo cual no me tranquilizó en absoluto. Quién era yo para tomar una decisión semejante. De haber estado aprobada la ley trans, se le hubiese proporcionado su tratamiento, con lo que hubiéramos tenido una tierna gacela conviviendo con doscientas fieras hambrientas. Ya, pero la ley es la ley. Lo lógico, ley trans en mano, es que Anselmo, que se hacía llamar Luz del Paraíso, hubiere sido destinada a una prisión de mujeres. Pero, a pesar de sus andares de princesa caribeña, Luz estaba dotada de atributos masculinos, con lo cual se habrían suscitado otro tipo de problemas, de cuya resolución se habría encargado la ley de doña Irene. El caso es que, años más tarde, cayó en mi predio un enjundioso asunto que fue resuelto felizmente, sin ley trans ni na. “Quiero cambiar de sexo”, me dijo el mozo (vaya por Dios: diez médicos en el centro de salud y me tiene que tocar a mí). Disimulando mi incomodidad, le dije: “Primero, tendrás que entrevistarte con el equipo de psicólogos”. En efecto, los psicólogos me dijeron que lo enviase al endocrino, y del endocrino pasó al cirujano. A los pocos meses, nuestro joven era una atractiva mujer. Sin ley trans ni na. Ustedes mismos.

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