Tres noches he pasado, recién, a pocos metros de la casa donde pernoctase hace un siglo el rey Alfonso XIII, cuando su viaje a Las Hurdes, bellísima comarca donde las haya. La dos primeras noches dormí bastante bien, pero la tercera no pegué ojo. Me dio tiempo de pensar en todo, mayormente en la causa de mi insomnio: ese día no habíamos hecho nada que pudiera influir de modo tan negativo en mi descanso. Muy al contrario: todo transcurrió de modo aplaciente. Llegué a pensar, incluso, que la causa podría ser una especie de castigo geográfico de parte de mi pueblo, Casar de Cáceres, que se habría enojado por haberme hospedado en Casar de Palomero. Una de esas cosas incomprensibles que salen en el “Cuarto Milenio” de Íker Jiménez. La idea me pareció tan descabellada, que la descarté de inmediato, con toda razón: me encontré después con uno de mi pueblo que lleva siete lustros en el lugar, tan feliz y contento.
Pues bien, después de haberle dado muchas vueltas a mi insomne cabeza, a la mañana siguiente, nada más volver a la plaza, tan recoleta, se me iluminó la mollera, al darme de bruces con la lápida que conmemora la efeméride real. ¡Ya está!, me dije: ¡la visita a la casa donde durmió el rey! Fetichista que es uno (me gusta tocar la historia con los dedos), incluso pasé la mano por el catre de la cama regia. Alguien se preguntará que cómo pudo influir aquello en mi insomnio. Se lo explico.
Desde antiguo, el rey Alfonso XIII me pareció lo que siempre fue: un niño caprichoso y malcriado, que lo único que sabía hacer era fumar y jugar a las cartas con sus amigotes en cuanto aterrizaba en cualquier lugar (el hacerle varios niños a una actriz, eso lo hace cualquiera). Pues bien, por si faltaba algo para el euro, no ha mucho, leyendo al magnífico Juan Eslava Galán, “Una historia de la Guerra Civil que no va gustar a nadie” (yo soy la excepción), me enteré de una andanza del personaje, que acabaría de remachar la opinión tan ‘favorable’ que siempre tuve de él. Apenas iniciado el cainita desastre español, como locos andaban ambos bandos en busca de armas extranjeras, mayormente aviones de combate, cosa que no resultaría nada fácil. Fue el caso que, en el llamado bando nacional, después de varios fracasos, a Franco se le ocurrió la idea de recurrir al que fuera padrino de su boda, el rey Alfonso, exiliado en Roma, el cual tenía amistad con el político que mandaba en la llave de los aviones italianos. ¿A que no saben a dónde hubo que ir a buscar al “niño”? A Checoslovaquia. Seis días después de iniciado el sangriento desastre, mientras España se asesinaba a sí misma, el rey caprichoso y malcriado, haciendo gala de su apenada y patriótica sensibilidad, se había ido de caza a dicho país. Matarlo habría sido poco. Como para dormir esa noche.
¡Viva Felipe VI!
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...