Espero que a nadie se le ocurra pensar que éste es uno más de los diez mil artículos cotidianos, dedicados por estos días a Pedro Sánchez y señora (mi ‘parienta’ B. Gómez). De eso ni parler. Yo quiero hablarles del buen/mal uso del castellano, esa joya asombrosa llena de mil matices, a la que un poeta chileno llamado Pablo le escribió los más encendidos elogios (es que si pongo el nombre de un poeta español, me pueden correr a gorrazos los héroes del nacionalismo lingüístico). Veamos.
Ha dicho Pedro que su mujer es una persona honesta. Bien. ¿Y qué? Eso ya lo presuponíamos desde que dijo que está enamorado de ella hasta las trancas (cuando me enteré, lloré de emoción como un Almodóvar, no confundir con un almogávar). Dicho de otra manera: qué rayos tiene que ver con la acción gubernativa el que mi ‘prima’ Begoña no dé el nivel para estos versos lorquianos de “La casada Infiel”: “Y yo me la llevé al rio/creyendo que era mozuela,/ pero tenía marido”, ay (el ay es mío).
Que a cuento de qué viene esto. Muy sencillo. Lo que Pedro debiera haber dicho es que su mujer es una persona honrada. Eso ya es otra cosa. Nos lo dejó muy clarito un profesor del Instituto: “Honradez, de cintura para arriba; honestidad, de cintura para abajo”. ¿Lo entienden ahora?
En resumen: nadie duda, yo al menos, de que Begoña sea una mujer honesta. Pero ¿es honrada? Ahí te quería yo ver. Sin entrar en terrenos más pantanosos: ¿puede ser honrada una persona que acepta regentar una cátedra universitaria teniendo como único aval un bachillerato corrientito? Yo me hubiese muerto de vergoña (forma antigua de vergüenza, qué casualidad).
Ya me estoy imaginando a los maltratadores del lenguaje aduciendo que honestidad y honradez son vocablos sinónimos. ¡Tu tía la del pueblo! De toda la vida, al menos de la mía, estuvo clara la cosa, que me acuerdo yo de cuando era chico. Cuando yo era chico, que es cuando el idioma se cuaja en el cerebro (que se lo pregunten, si no, a Juan Ramón: “¡Quiero el español de mi madre!”, impetraba de viejo en Puerto Rico), les iba diciendo que, en mi infancia, nunca oí hablar de honestidad: siempre de honradez. “Es una persona honrada a carta cabal”, se decía. Por si necesitan ustedes más argumentos, a mi vera tengo a otro gran poeta que les va a dirigir unas breves palabras: “No hay sinónimos”. ¿Qué quién es ese señor? Pues nada menos que uno de los grandes, José Hierro, premio Cervantes y Príncipe de Asturias de las Letras, ahí es ‘na’, hombre tan calvo como sencillo, que se dignó tomarse un vaso de vino con este particular, veranos escurialenses de juventud.
Acabando, que es gerundio: ¿te imaginas, Pedro, al almirante Méndez Núñez diciendo, cuando la guerra aquella de Valparaíso contra el inglés: “Más vale honestidad sin barcos, que barcos sin honestidad?” Qué raro, ¿verdad? (Un beso a la honesta Begoña de su ‘primo’ Agapito.)
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...