Tranquilo,
tranquilo, que no es por lo de la cacería, a pesar de lo feo que resulta matar
a un elefante (más feo que pegarle a un padre), que parece que estuvieses
matando a una persona, de lo grande que tienen el cerebro: a mí me mira un
elefante moribundo por culpa de mi escopeta y me tienen que buscar por toda
Botsuana y tierras aledañas, de la carrera tan despavorida que emprendería, los
ojos tristes del animal clavados en los míos. No es por lo de la escapada
africana, ya digo. Es por otra cosa, que, por cierto, no he visto reflejada en boca
de ninguno de los millones de opinadores profesionales, hablados y/o escritos
que viven en este país.
Me lo dijo mi amigo, el lunes siguiente al
accidente de Froilán, después de contarme lo del disparo en el antepié, a cañón
tocante: “¿A que no sabes quién duerme esta noche con el niño?”. “¡No me
digas!”. “El rey. Acabo de hablar con la madre”. “Yo haría lo mismo”, le dije.
Les aseguro que, cuando colgué el teléfono, sentí una leve y dulzona emoción,
de lo entrañable que me parecía el gesto: un rey cuidando a su nieto. Cuando mi
nieto Álvaro hubo de ser ingresado en el Infanta Cristina, nos faltó tiempo a
mi santa y a mí para presentarnos raudos en Badajoz. Como haría cualquier
abuelo, claro. Es que, amigo mío, un nieto es lo más grande que la naturaleza
ha inventado (cuando seas abuelo, lo entenderás), a pesar de que Jorge Guillén
dudase mucho si meter la palabra nieto en un poema. Cosas de poetas.
En fin, que
le faltó el canto de un duro para haber llamado a este periódico y darles la
primicia: “Esta noche, el rey se queda cuidando a Froilán”. A la mañana
siguiente, mi gozo en un pozo. Ningún medio recogía la noticia. Irá a visitarlo
un día de éstos, pensé. Pero no llegó ese día, ay. En esto que pasan las fechas,
y zas: “El rey se fractura la cadera en África”. Amable lector, por mucho que
me gustase la caza, jamás de los jamases me ausentaría, dejando a un nieto convaleciente
de un disparo, sin haber ido antes a darle siquiera un beso.
Y tres cuartos de lo mismo para la reina. La
reina fue a visitar a su nieto, que la vi yo salir sonriente del hospital; pero,
al día siguiente, se va a Grecia, a celebrar, según se cuenta, la Pascua Ortodoxa
con su familia griega. A buenas horas hubiérase marchado mi santa de viaje con
un nieto en semejante estado de postración. Solamente con imaginar el
sufrimiento de un niño de doce años, que piensa que ha perdido todos los dedos
de un pie (así es), se me cae el alma a pedazos. Si el niño es mi nieto, ni te
cuento mi estado de desolación.
En conclusión:
yo, con un nieto ingresado en un hospital, ni caza ni Pascua ni leches. Por muy
elefantiásica que sea la cacería. Por muy Ortodoxa que sea la Pascua.
¿Entienden ahora mi profunda decepción? Es que yo creía que los reyes tenían los
mismos sentimientos que el resto de los mortales. Ah, cuán equivocado estaba. Está
claro que no sirvo para rey. Ni mi santa para reina.