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Amemos a los ricos


     Felizmente desaparecido el Ébola del primer plano de la actualidad, vuelve a brillar de modo esplendente el asunto de la corrupción. Pero yo no quería hablarles de eso, sino de un aspecto tangencial a la misma. Vengo observando que, a raíz del lío de las tarjetas negras y todo eso, se ha desatado una cierta animadversión social contra los multimillonarios, personalizada en dos señores, mayormente: Rodrigo Rato y el otro. Y yo, la verdad, no sé a cuento de qué, si esa pobre gente lo único que aportan son ventajas. Que sí, que los tarjeteros han sido unos “sinvergüenzones”, tal que hubiese dicho Francisco Franco, según recoge Pániker, de boca del ministro Ullastres, pero eso no es razón suficiente para extrapolar la inquina/envidia a todos los ricos. Vamos, digo yo.

    Se lo dije aquella vez a mi amigo José Antonio, paseando que estábamos por el puerto de Puerto Banús, a la vista de tan numerosos como imponentes barcos allí atracados (de atraque, no de atraco), renuente que estaba el hombre a aceptar tantísimo lujo, y tan concentrado: “Si no fuera por estos señores, la industria del ramo se iría al carajo, con lo que se perderían miles de puestos de trabajo” (toma ya pareado). Tres cuartos de lo mismo le comenté al paso de aquellos cochazos. Y tal cual, acerca de las inmensas mansiones/mausoleos que se construyen: “Desde el arquitecto hasta el último peón, todos han comido de su construcción”. Y sin solución de continuidad, continué: “Tú padre y el mío no han pagado nunca impuestos, ya hubieran querido; los impuestos los pagan estos señores (aunque procuren defraudar al fisco), por lo que, gracias a ellos, tú y yo pudimos estudiar con beca y hacernos unos hombres de provecho (mi amigo también es médico). Así que, cuando veas a un rico por la calle, cédele la acera y tócate el ala del sombrero”. Desde entonces, mi amigo José Antonio dejó de ver con malos ojos a esas inofensivas criaturas. Y eso es lo que pretendo conseguir de todos ustedes: demostrarles que un rico no sólo no es un ser dañino, sino todo lo contrario: todo lo que aporta son beneficios, teniendo que cargar ellos solitos con las preocupaciones que dan las riquezas. Fíjense si son beneficiosos que cuando se mueren, en lugar de llevarse su riqueza al otro mundo, ¡lo dejan todo aquí! Le ha sucedido a Botín, y le sucederá en su día a Rato y al otro. Aunque yo me malicio otra razón, a saber: lo difícil que se lo pone el evangelio a los ricos, con lo del camello, la aguja y tal.

  Dicho lo cual, ¿a que no está justificada la animadversión hacia el rico? En resumen: cuantos más ricos haya, mejor: más mansiones, más yates, más coches de lujo, más restaurantes repletos, más comercios llenos, más todo. ¡Y más impuestos a recaudar! Para que puedan estudiar los hijos de los pobres. Y para que tengamos la mejor sanidad pública del mundo. Amemos, pues, a los ricos, aunque sean unos “sinvergüenzones”.

   ¿Es que a usted, don Agapito, no le produce un poquito de envidia, siquiera insana, las riquezas de ciertos señores? Calla, mujer. A mí, lo único que produce envidia es el talento de Stephen Hawking; pero por contra, yo todavía subo las escaleras de dos en dos.  

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