No recuerdo
ni cómo ni cuándo apareció, ni lo anduve preguntando, sólo sé que al regresar a
casa unas vacaciones de Navidad, allí estaba tras la puerta, recibiéndome
cariñoso, como uno más de la familia, no conociéndome de nada. Mi padre, que
siempre se diera buena maña para poner motes perdurables a los niños de la
vecindad (el Serrano, el Cazo, el Remolino), así como a los animales de carga
domésticos (el burro o el mulo, de ahí no pasábamos), lo había bautizado como
el Terrible, por su aspecto tan fiero: no alcanzaba ni una cuarta de altura y
era además blanquito, alegre y juguetón. Como Platero, pero en perro.
Dos años
escasos llevaría el Terrible alegrándonos la vida con su sonrisa permanente,
mayormente a mi hermano el pequeño (sus vidas eran cuasi paralelas), cuando un
mal día comenzáronle a brotar una feas calvas en el pelo, que le dieran pinta
de enfermo, que hasta triste lo veíamos. A la vista de lo cual, mi padre,
temeroso de que el animalito nos pudiera contagiar su enfermedad, no se anduvo
con chiquitas: una mañana antes de que amaneciésemos, lo agarró bajo el brazo y
lo llevó a un olivar a las afueras del pueblo. Mi padre volvió, pero al
Terrible nunca lo volveríamos a ver. El llanto de mi hermano pequeño se lo
pueden imaginar. Mas no sólo por aquellos días: “Hoy hace justo un año que
desapareció el Terrible”, se me ocurrió decir, a la mesa que estábamos los
cinco. En mala hora lo dijera: mi hermano pequeño saltó de la silla como un
resorte, atacado por un llanto inconsolable. Aquel día me prometí que, cuando
yo fuera mayor, en mi casa jamás volvería a entrar un perro: por la pena tan
grande que supondría su pérdida. Y aquí habría que decir que han sido
necesarios dos premios Nobel para explicar la asombrosa relación entre el
hombre y el perro: el de Konrad Lorenz, cuyo tratado sobre el particular,
“Cuando el hombre encontró al perro” leyera uno con grande fascinación, y el de
Giacomo Rizzolatti sobre las “neuronas espejo”, ese milagro de la
evolución/comunicación entre individuos de la misma especie y de especies
lejanas o no tan lejanas: el hombre y el perro, un suponer. No le den más
vueltas: una relación tan extraordinaria necesita cuando menos un par de
premios Nobel para poder ser entendida. Algo así no se da con ningún otro
animal.
¿A que ya
saben a dónde quiero ir a parar? Pues claro. Que uno comprende/comparte el
dolor del marido de Teresa Romero (no sólo los americanos: la medicina española
también es capaz de curar a un enfermo de Ébola), que anda el hombre apenado
por la muerte de su perro, Excálibur (mi padre le habría puesto un nombre más
acorde), escribiéndole cartas y todo eso. Querido amigo: mi padre no anduvo
esperando el dictamen de ningún juez: ante el temor de que el Terrible nos
contagiase algo, ya sabes lo que sucedió aquella triste mañana. ¿Te imaginas
que tu perro, a pesar de todas las precauciones, hubiese contagiado la enfermedad
de tu mujer a cualquiera de las personas encargadas de cuidarlo? Acuérdate de
la muerte de un inocente, el Terrible, y del llanto inconsolable de un niño. Tú
al menos no tienes niños que lloren a Excálibur.