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Congreso en el País Vasco


Dejando atrás la gran tempestad sociomediática del ébola (fuera de casa, uno parece menos vulnerable a la insensata vorágine de los medios), me vengo a Bilbao, la ciudad agradable, congreso de la sociedad española de medicina general. Multitudinario por naturaleza (somos más que los de Egipto), el evento comienza siempre con una conferencia, a cargo de alguna personalidad relevante, y vive Dios que este año lo ha sido (cómo se le ocurriría llevar al congreso de Santander, 2013, a Pepe Oneto: qué vergüenza pasé). Este año, sí que sí. Esta vez, abría plaza un diestro de primera: Pedro Miguel Echenique, catedrático de física de la materia condensada, Universidad del País Vasco. El currículum del señor no puede ser más impresionante: con decir que tiene en su haber el Nobel del mundo hispano, está todo dicho: el Príncipe de Asturias. Su intervención fue de una brillantez extraordinaria, pues que el buen hombre, a su sabiduría científica, une una envidiable cultura, no exenta de humor, como está mandado: ¿será porque el humor es la espuma del talento? Será. Pero no acaba ahí la excelencia.
Ido el profesor Echenique, irrumpe en el escenario la gran sorpresa de la noche: "Kantika", grupo coral integrado por una treintena de jovencísimas voces femeninas. De Lejona. La colección de premios que atesoran es apabullante. No es para menos: difícil sería encontrar un grupo de voces danzantes de tantísima belleza.
A la mañana siguiente, aprovechando la invitación congresual, rendimos visita a la joya de la corona bilbaína: el Guggenheim. Como no encuentro palabras, o mejor, necesitaría un mes para hacer una aproximación a tan imponente monumento, sólo escribiré sobre el mismo un adjetivo, textual: indescriptible. Así que acompañénme al interior del templo.
No recuperado aún de tanta magnificencia, llegamos a la sección de pintura moderna: Picasso, Miró, Kandinsky, Chagal, Saura... y el preferido de José Luis Coll: Antoni Tàpies (Coll decía que la policía le enseñaba sus obras a los delincuentes para que cantaran). Vaya por delante que en mí no se cumple, en la pintura, la más acertada definición de arte que conozco: "el arte tiene que conmover". Pero me dejo llevar. Por allí andábamos cuando de repente me topo con un cuadro de mi `amado` Mark Rothko: una especie de bandera de España desvaída. A temblar me eché. Es que jamás me han dicho tantas monstruosidades (un lector de HOY) como aquella vez que, haciéndome eco del sentir de los concurrentes, escribí un comentario sobre uno de sus cuadros del Reina Sofía: "Y a esto le llaman pintura". A tal punto llega mi miedo que, desde aquella carta plagada de babas insultantes, temo encontrarme con algo de Rothko, como aquella vez en Berlín: pálido me puse. Y hete aquí que, el otro día, va uno y dice la frase maldita: "Y a esto le llaman pintura". Oiga, es que usted no comprende el expresionismo abstracto. Será eso. Dijo Cela: “No aguanto a Zubiri. Si yo entiendo a Ortega y a Nietzsche y a Schopenhauer, ¿por qué no voy a entender Zubiri? Que se vaya a la mierda”. Pero yo no soy Cela, ay. Ni siquiera Coll. No obstante, volvería mil veces al Guggenheim.
¿Y de los de las tarjetas, sigue usted sin decir nada? Ni hablar, esos sinvergüenzas siguen sin tener cabida en esta columna. 

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