En efecto:
el año pasado por estas fechas hablábamos de que un año no son los doce meses
del calendario, ni tan siquiera el tiempo que media entre dos tandas,
sucesivas, claro, de las doce campanadas y las uvas, sino el tiempo que tarda
la tierra en dar una vuelta alrededor del sol y todo eso tan bonito, porque no
me digan que no es bonito viajar por el universo en un astro, pequeñito y azul,
que gira alrededor de otro astro enorme, caliente y reluciente, del cual
recibimos la luz y el calor necesarios para la buena marcha de la cosa. Quiten
ustedes el sol, y verán lo que queda de nosotros. Cada día entiendo mejor a las
culturas antiguas que le rendían culto, los egipcios, un suponer: no es para
menos. Lo cual que cada día me siento más egipcio: que me busquen en el alto
Nilo, si me pierdo, como dice Pániker.
Dicho lo
que precede, hoy quisiera abordar la cuestión desde otro punto de vista. La
suerte. La suerte que tenemos, sí, de que la tierra, al tiempo que le da la
vuelta al sol, vaya girando sobre sí misma; no como la luna, que siempre nos da
la misma cara, que hemos tenido que esperar siglos a que las sondas espaciales
nos enseñen la parte de atrás. De este modo, podemos tener el día y la noche, amaneceres
y atardeceres. De lo contrario, una mitad se achicharraría de calor, mientras
la otra se moriría de frío. Pero hay además otra forma de suerte, no tan
importante como la anterior, pero suerte al fin y al cabo: que el año dure 365
días, más seis horas y pico. (Lo ideal habrían sido 360 justos, ¿por qué no?, con
lo cual, todos los meses tendrían 30 días y nos hubiéramos ahorrado ese jaleo
de meses de tres duraciones; cuatro, si contamos los bisiestos.)
Por qué es
una suerte que el año tenga 365 días. Muy sencillo. Imaginemos que fueran el
doble, o sea, 730. No pongan ese gesto: sin cambiar de órbita, según Newton, de
‘carril’ según Einstein, sólo haría falta que la tierra, en lugar de correr que
se las pela, disminuyera su velocidad a la mitad, o sea, a 15km/segundo, lo que
no es moco de pavo. Un año de 730 días no habría quien lo aguantara: tanto si
tuviésemos doce meses de 60 días, como si hubiéramos 24 de 30. Un invierno el
doble de largo, qué horror; un verano interminable, qué calor. Imaginemos por
el contrario que los años durasen la mitad, 182 días por ejemplo. En este caso,
los inviernos y los veranos serían muy cortos, pero, por contra, en cuanto
quisiéramos darnos cuenta, llegaría otra vez la Navidad, que no es que no me
guste, que me gusta, pero tener que aguantar cada tan poco tiempo los anuncios
de los perfumes a cargo de los catetos que piensan que hablando en inglés son
más distinguidos, sería demasiado.
En fin, que
bien está la cosa como está. Aunque bien pensado, un año de 730 días sería el
ideal para las personas mayores, y el de 182, para los niños, según la sabia
reflexión de Borges: “Una semana, para un viejo es como un día; un día es como
una semana para un niño”.