Bolinaga,
el terrorista vasco, acaba de fallecer, no en la cárcel, que es donde todavía
debería haber permanecido, dada la condena interminable que le fuera recetada
por sus execrables crímenes, sino en su casa. Bolinaga, todo el mundo lo sabe,
era un psicópata desalmado, que no sólo asesinó a tres guardias civiles, sino
que tuvo la sangre fría, más bien congelada, de mantener secuestrado en un pozo
angosto y oscuro a Ortega Lara, ¡durante 532 días! Mas no sólo eso: en su
absoluta vesania, cuando ya el pobre funcionario moría de inanición, se negó a
decir dónde estaba la infecta mazmorra donde lo tenía encerrado: “Que se muera
de hambre ese carcelero”, le dijo a la guardia civil que lo interrogaba (por
cierto, ¿ustedes conocen a alguien que haya sido condenado a pena de cárcel por
orden de un funcionario de prisiones?).
Bolinaga
acaba de morir, ya digo, y yo me alegro mucho, no de su muerte, claro, sino de
que haya sido en su casa. ¿Que cómo puedo decir semejante barbaridad,
tratándose de un individuo de comportamiento tan repugnante? Muy sencillo, porque
tenía un cáncer de riñón, cuyo pronóstico era deletéreo, mes arriba, mes abajo.
El artículo 60 del reglamento penitenciario (todavía me acuerdo de mi época de
médico de prisiones), dice que cuando un interno sufre una enfermedad
incurable, se le puede/debe mandar a su casa para que pase los últimos días en
libertad, o sea, con los suyos. Dicho de otra manera: para que no muera en la
enfermería de la prisión, que no debe de ser una de las cosas más agradables de
este mundo. Volviendo al caso de Bolinaga, alguien dirá que ha sido mucho
tiempo el que ha estado paseándose por la calle, 28 meses, que se podía haber
esperado un tiempo, más que nada para no humillar a las víctimas y todo eso tan
terrible. Bien, de acuerdo. Pero imaginen que, en la espera, hubiera muerto en
la cárcel. ¿Cómo habríamos quedado ante el mundo? “España deja morir en prisión
a un activista vasco”, habría titulado un periódico americano, de esos que no
tienen ni puta idea de la cosa, ellos, que achicharran a un tío en la silla
eléctrica y se quedan tan tranquilos, que hasta mi admirado/envidiado Muñoz
Molina, enamorado de aquel país, no le queda más remedio que reconocer la
superioridad del sistema penitenciario europeo, respecto de la extrema dureza
del americano, así como de la brutalidad de su policía; vamos, que cae un
Bolinaga en manos de la justicia USA y no sale de Guantánamo en su vida, si es
que no llevase ya varios años bajo tierra, ejecutado por inyección letal. Pero
no hace falta irse tan lejos: ¡qué se hubiera dicho de nosotros en Europa,
franquistas irredentos que algunos nos ven todavía!, en Bélgica, un suponer,
país que le daba asilo político a los etarras cuando ya llevaban varios cientos
de muertos a sus espaldas y que ahora matan a los yihadistas a tiros y se
quedan tan oreados.
Ah, cuán
caro es el precio que hemos tenido que pagar por ser una democracia joven,
proveniente de una larga dictadura. Pero no hay mal que por bien no venga: con
lo de Bolinaga, hemos dado un ejemplo al mundo. Superioridad moral se llama esa
figura.