En
la semana que se conmemora el XXX aniversario de la muerte de JL Borges, se me
acaba de ocurrir una cosa: que para los hispanohablantes, junio debería ser el
mes de la B de Borges, uno de los más grandes escritores en nuestra lengua
¿común?, el español. No lo digo yo, lo dice el gran L.A. de Cuenca:
"Borges es comparable a figuras tan señeras como Cervantes, Lope,
Calderón, Quevedo, Galdós, Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez", a los que
yo añadiría algunos más: Gómez de la Serna, Cela y Umbral. Es tan rotundamente
bella, tan bellamente profunda su prosa,
que, del mismo modo que los estudiantes ingleses aprenden desde niños a recitar
textos de Shakespeare, nuestros escolares deberían aprender de memoria párrafos
de Borges, mayormente del Aleph, para que la mollera se les fuera acostumbrando
al buen gusto por la creación literaria, por "la belleza del texto"
que dijera Roland Barthes, o "la calidad de página", de Julián
Marías. Por eso, cada vez que me viene a las mientes que en España, lo que se
dice España, por culpa de algunos políticos demenciados de nacionalismo, esa
miserable fuente de odios, hay regiones donde los niños de hoy no podrán en el
futuro leer a Borges en su magia original, se me ocurren cosas que no se pueden
decir aquí. Intenciones me dan de presentar una denuncia ante el Tribunal de
Estrasburgo por delito de lesa humanidad, el mismo que acaba de fallar en favor
de un valiente/influyente periodista, Jiménez Losantos, poniendo de paso a caer
de un burro a España en lo que a respeto a la
libertad de expresión respecta. ¿Leer a
Borges traducido? Imposible trasladar sus esculturas léxicas. Las
traducciones son siempre un mal menor, a veces un mal mayor: yo nunca podré
leer, ay, el Ulises de Joyce: las dos versiones que tengo son para asesinar a
los traductores.
Borges fue muy listo, pero fue incapaz de
prever algo muy importante: que el mes de su muerte coincidiría en años
alternos con ciertos eventos de relevancia universal, a juzgar por el
espacio/tiempo einsteniano que le dedican los medios y la pasión de millones de
aficionados, a saber: el Mundial por un lado; la Eurocopa y la Copa América dos
años después. Aunque bien pensado, Borges tuvo más suerte que otro grande de la
prosa, Umbral, que va y se muere el mismo día que un jugador del Sevilla. A
quién se le ocurre.
He
dicho acontecimientos de relevancia universal y he dicho bien. Grande ha de ser
su importancia, vive el cielo, pues que, aunque se trata de algo muy simple:
veintidós muchachos, once por bando, corriendo como posesos tras una pelota en
un corral (mi tío Félix dixit), con el desmedido afán de introducirla en la
portería del contrario, cada enfrentamiento es previamente solemnizado a los
acordes de los respectivos himnos nacionales, que sólo faltan las salvas de
ordenanza. Visto lo visto, pareciera como si el asunto estuviese siendo
utilizado como sucedáneo de aquella frivolidad que dijera el prusiano
Clausevitz: "la guerra es la continuación de la diplomacia por otros
medios".
En
fin, que este año, en lugar de la B de Borges, toca la b de balón. Esperemos
que el junio que viene sea otra cosa. Sin himnos, aunque sea.