Enfrascado
que estoy en el Quijote, la otra noche me topo con esto: “un hidalgo rico que
había sido estudiante muchos años en Salamanca”; que vuelto a su pueblo, se
murió por el amor/desamor de la bella Marcela. Poco después, me quedé dormido.
“La del
alba sería cuando…”, sorprendido, me despierto ‘en’ Salamanca: la radio dice que
unos estudiantes airados habían irrumpido en la conferencia que en la
universidad impartía el padre de Leopoldo López, preso político venezolano. Qué
hubiera pensado el bueno de don Miguel, un santo según Alberti. Imposible saberlo.
Yo, empero, lo tengo clarísimo: siempre me sentó como una patada en la
transcavidad de los epiplones (aprendido en Salamanca) que la universidad fuera
utilizada para algo que no fuese su “primum movens”: la transmisión del
conocimiento.
Me lo
trajo a las mientes el otro día una Aguirre, cuando dijo que su hermana Esperanza
volvía a casa muy enojada cada vez que, por algaradas estudiantiles, se
interrumpían las clases en la universidad. No se pueden imaginar cómo le
sentaba la cosa al que les cuento. Uno llega a Salamanca, 1971, la beca como
sustento único (bendita beca-salario), con la exclusiva intención de aprobar el
curso, ‘conditio sine qua non’ para obtener la beca del año siguiente, y así
hasta la victoria final. Pues mira tú por dónde, cuando menos se esperaba, se
presentaban en el aula cuatro iluminados y, por su cara barbuda, convocaban una
“asamblea”. Las clases, claro, quedaban interrumpidas ipso facto. Sucedía que,
en mi caso, al cabreo por lo anterior, se le unía una gran perplejidad: nunca me
sentí motivado (uno era así de rarito, qué le vamos a hacer) por los temas de
la “asamblea”, ajenos siempre a la cuestión docente, por supuesto: hubimos
algún profesor de incapacidad suprema, y nadie movió un dedo. Total que, en
cuanto las tornas se volvían un poquito feas, cerrojazo a la universidad: tres
meses el primer curso. El rédito de las protestas fue inmenso, como se sabe:
Franco se murió en la cama.
Ahora bien,
lo que más me sacaba de quicio eran los ridículos mantras del momento: “los
estudiantes y los obreros”, “los intelectuales y los obreros” y otras zarandajas
por el estilo. Uno, que conocía “en persona” ambos paños, sabía perfectamente
que los estudiantes y los obreros eran como el agua y el aceite, o dicho de
otra manera: conjuntos disjuntos (desde entonces, los ideólogos políticos me
parecen unos cretinos de molde). Y no digamos los intelectuales y los obreros,
que hasta Umbral, comunista él (por estética más bien) tiene escrito que a los
intelectuales les pasa con los obreros como a los poetas románticos con los
cisnes: no han visto uno en su vida. Lo cuenta, asimismo, con su gracejo
consustancial, Manuel Vicent, cuando dice de Ramón Tamames: “se había
descamisado en las fiestas de la Casa de Campo, se había puesto gorritos de
verbena y había bebido botas de vino común…rodeado con espanto de fresadores,
jornaleros y peones de albañil”. O cuando dice de Jesús Aguirre, intelectual
pata negra: “algún desaprensivo le había jurado que en el mundo había obreros,
cosa que él parecía ignorar”.
En fin, que aprovechando la ocasión, vaya
desde aquí mi maldición apostólica para aquéllos que malversaron mi paso por la
universidad de Salamanca.