DANZAD, DANZAD, MALDITOS
Agapito Gómez Villa
Antes de comenzar, quiero decirles que con
el mismo título ya publiqué un artículo hace mil mundos; y que ahora como
entonces lo de malditos no quiere decir nada: es sólo el nombre de una mítica
película, cuya protagonista es una jovencísima Jane Fonda bailando con su
pareja hasta la extenuación, que de eso iba el concurso.
Cuando el otro día, vi a Soraya Sáenz de
Santamaría y al ex ministro Méndez de Vigo bailando en una discoteca una cosa
parecida a Paquito el Chocolatero, se me abrieron de nuevo las carnes. Digo de
nuevo porque la primera vez fue en el siglo pasado cuando, en campaña
electoral, vi bailando en cuerpo mortal a don Landelino Lavilla, la camisa empapada
de sudor cual Camacho seleccionador. Don Landelino, cuando fuera presidente del
Congreso, era un hombre tan hierático, que un día Leopoldo Calvo-Sotelo dijera:
“¿Está expuesto don Landelino?”. Lo dicho, que al ver a aquel hombre bailando como
un padrino de boda borracho, sentí tanta vergüenza como el niño que ve a sus
padres dando saltitos en una pista de baile.
Es que hay cosas que un político jamás
debiera hacer en público: bailar, ya digo. O cantar. Eufórico andaba el joven Hernández
Mancha, recién elegido jefe de Alianza Popular, o del PP, ya no sé, cuando, en
mitad de la entrevista, nuestro hombre le dice al locutor que de muchacho formó
parte de un conjunto musical (una banda dicen ahora los idiotas): veraneos
entre Baños de Montemayor y Puerto de Béjar. “Traedme una guitarra”, dijo Del
Olmo. Y sin hacerse mucho de rogar, el joven Antonio se puso a cantar. “Ya se
lo cargó”, comentó algún comentarista. Cuatro días duró Antoñito en el puesto.
Ni cantar, ni bailar. Salvo que el baile
lleve aparejado un ministerio. “¡Que tengo que bailar un chotis vestido de
pichi por San Isidro!”, le dijo aterrado a Zapatero, Miguel Sebastián, candidato
a la alcaldía de Madrid. “No te preocupes. Si no sales de alcalde, te nombro
ministro”. En efecto, un ministerio fue el pago por tan dura prueba. Si
espantosamente ridículo resultaba Sebastián bailando de chulo madrileño, ni les
cuento cómo le sentaba el atuendo al pobre de Simancas, aspirante a la
Comunidad de Madrid. “Que pase de mí este baile, pero que no se haga mi
voluntad sino la tuya”, hubiera impetrado yo.
Ni cantar, ni bailar, ni lo otro. Claro que
si lo otro sirve para que luego puedas vengarte del individuo, aunque no sea
político, bienvenido sea. Uno de los tíos a los que más asco le tengo en este
mundo es a Jean Paul Sastre, niño bonito del pensamiento progre de media
Europa, el más grande impostor, léase sinvergüenza, que ha parido madre.
Resulta que cuando ya se sabía bien sabido que el régimen soviético era una
máquina de terror, muerte, hambre, cárceles, frenopáticos, gulags y toda suerte
de desolaciones, el menda continuó como si tal cosa, impartiendo doctrina
marxista en el café de Flore, dejándose premiar incluso por el Stalin de turno.
Sartre no hizo “lo otro” en público, pero como si lo hiciera: la explosiva brasileña
que se lo pasó por las armas se lo contó a Manuel Vicent. Cuando leí que le
decía “Je t’aime, ma petite mignone”, en la intimidad de un sofá, me dije para
mí: “Éste ya cayó”. ¡Por impostor! ¡Por sinvergüenza!