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EL GOBIERNO Y LOS DIOSES


Dice Alfonso Guerra que hay una izquierda mema, idiota, que siente vergüenza de pronunciar la palabra España, cosa que siempre me puso de los nervios, o sea, que me hace blasfemar como un arriero. A este respecto, me viene a la cabeza el pobre de Julio Anguita, que andaba a todas horas con lo del Estado Español a cuestas. La culpa, como de todo, la tuvo Franco, claro. A quién se le ocurre consentir que durante cuarenta años a España se le llamase España, en lugar de llamarle Dictadura Española.
  Siguiendo por ese camino, hay una izquierda mema a la que le dio por denostar, execrar, vituperar el Descubrimiento de América y todo lo que vendría después. Una izquierda idiota que, lejos de considerar aquello como lo que fue, una de las más grandes gestas de la historia de la humanidad, si no la que más, va y la tildan de genocidio, cuando menos: “Asesino” escribió alguien en el pedestal de la estatua de Cortés en Cáceres. La culpa de aquello no la tuvo, cosa rara, Franco (Franco fue siempre un general africanista: le pidió a Hitler el Oranesado como condición para entrar en la guerra), la culpa la tuvieron cuatro ‘iluminados’, que lejos de dejarse llevar por la funesta Leyenda Negra, lo vieron como lo que es: la gran epopeya española (léase con mayúsculas), hasta el punto de que alguno de ellos no dudó en deificar a sus protagonistas: “Extremadura, la tierra donde nacían los dioses”, rezaba en la portada de un libro, expuesto durante años en una librería cacereña. El nombre del autor me lo aprendí porque se llamaba como el seleccionador de fútbol de entonces, Miguel Muñoz: Miguel Muñoz de San Pedro, conde de Canilleros para más señas.
  A mí, adolescente inocente, aquello de los dioses me sonaba un poco exagerado. Pero mira tú por dónde, según cuentan crónicas, don Miguel Muñoz no iba muy desencaminado. La deificación de Cortés vino de la parte contraria: para no sentirse humillados por la derrota inferida por las desarrapadas huestes de aquel ‘invasor’ enteco, los Aztecas ‘vieron’ en Cortés el dios refulgente del que hablaba cierta profecía.
  Viene todo esto a cuento porque el gobierno español (¿la izquierda mema que dice Guerra?) no quiere conmemorar como Dios manda el V centenario de la llegada de Cortés a Veracruz: los mejicanos podrían sentirse molestos, ha dicho el ministro de Cultura. Y aquí me tienen ustedes con mis carnes extremeñas abiertas en canal: por una parte, el sentir, equivocado, del  noble pueblo mejicano: “El problema de Méjico es que no acabamos de aceptar que Cortés es nuestro padre”, Octavio Paz; por la otra, nuestro egregio paisano, cuya talla, ciertos analistas (Iván Vélez. “El mito de Cortés”) sitúan a la altura de Alejandro Magno y Julio César. Casi  nada. Se pueden imaginar por dónde van mis preferencias. Aquí quería yo llegar.
  La Obra de España en América sería suficiente para que los españoles fuésemos los ciudadanos más orgullosos del mundo: los extremeños, los que más. ¿Se imaginan lo que habría sido si Cortés y Pizarro hubiesen nacido en Cataluña o el País Vasco? Pues bien, yo, que ya venía sintiendo, tiempo ha, el orgullo de español, desde que me he enterado de que a Cortés lo comparan con tan insignes gigantes, vivo en un permanente subidón de extremeñismo. Que la historia también puede ser lo que del fútbol dijera Valdano: un estado de ánimo.

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