Importante, muy importante debe de ser el remover los huesos de Franco, para que el gobierno venga poniendo tanto empeño (afán, hubiera dicho mi madre) en sacarlos del lugar en donde reposan hace más de cuatro décadas. A lo que se ve, la cosa no le va a resultar nada fácil. Por razones de seguridad, dicen, ha sido descartada la Almudena, donde está enterrada su hija, aunque yo bien creo que ha sido con el fin de evitar las largas procesiones que se formarían. La alternativa, según el gobierno, es trasladarlos a El Pardo, donde descansa su esposa. De cualquier manera, hay un gran inconveniente: aunque la Iglesia de Roma ha dicho que no se opone a que los restos sean exhumados, que eso es cosa de España, de la los frailes y de la familia, el prior del lugar ha dicho que allí no entra ni Dios: que tiene firmado un papel en el que los siete nietos se niegan en redondo. O sea, que al gobierno sólo le queda una solución: la madrugada, los Geos y/o la Unidad Militar de Emergencia, en cuyo caso los nietos presentarían denuncia por profanación de la tumba, lo que no es ninguna tontería.
Dice el periodista Francisco Marhuenda que si los del gobierno "no fueran unos cafres" (sic), la solución sería trasladar los restos a una capilla lateral, y punto en paz. ¿Se evitarían con ello las peregrinaciones a la nueva tumba? Vamos anda. O sea, que con todos sus golpes de doctor en derecho, de profesor universitario, de director de un periódico, Marhuenda no tiene ni idea del factor humano.
Total, que una vez más tiene que ser este insignificante particular el que venga a sacarle las castañas del fuego al personal. La solución, como suele suceder en los casos que parecen irresolubles (insolubles dicen los menos avisados) es de una sencillez apabullante. Se me ocurrió el otro día cuando, aprovechando que mi hijo vive en la zona noroeste de Madrid, nos acercamos a El Escorial y, de camino, al Valle de los Caídos, tan de actualidad. Nada más ver el nombre de Franco en la lápida, se me vino a las mientes, cual relámpago, lo que me pasó ante la tumba de mi madre, una santa que, por no molestar, no se quejaba. ¿Cuándo ponen la lápida de madre?, pregunté a mis hermanos, la tarde que, a su vera, dábamos sepultura a un vecino. En la visita siguiente, la lápida ya estaba en su sitio. Pues bien, cuando levanté los ojos y leí Felisa Villa Sanguino, sentí un impresionante estremezón, palabra que aprendí de ella. La vez anterior, ante la tumba innominada, no sentí ninguna emoción especial, pero, amigo mío, cuando vi su nombre, se me removieron las cuadernas del alma. De nada me sirvió la 'distinta' visión de la muerte que los médicos tenemos. Me estremecí de la cabeza a los pies.
Ahí tienen la solución. Una solución con la que todos quedarían contentos, "si no fueran unos cafres". ¡Quitar el nombre del difunto! Es más, no sólo el nombre, sino los 1.500 kilos de mármol de la lápida. En su lugar, unas baldosas iguales a las circundantes, y aquí paz y después gloria. Y así, sin moverse de ella, Franco 'saldría' de su tumba. No le den más vueltas.