Con el mismo título, sin las interjecciones, ya publiqué, tres trienios ha, una cosa en estas páginas. Reinaba por entonces un tal Zapatero, aquel paranoide que se empeñó en reverdecer en toda su crudeza los odios de la guerra civil (nunca le perdonaré semejante locura), aderezado lo cual con cinco millones de parados, producto de una crisis económica pavorosa, que él, en su inepcia, se encargó de magnificar, negándola hasta el último día: cuando ya al borde del abismo, recibiera una llamada de Alemania y otra de Obama (mira que si es verdad que la entronización de Zapatero, en lugar de Bono, a la jefatura del PSOE, se la debemos a Rodríguez Ibarra, tal que me cuentan de primera mano: yo ya me habría suicidado).
Bueno, en fin, que mi tesis era que sólo los ingenieros, unos señores de tanta y tan valiosa formación -¡macroeconomistas, no; horror!- serían capaces de enderezar el imparable rumbo hacia el precipicio de aquel funesto momento. De dichos profesionales siempre tuve una magnífica opinión, la cual quedó cristalizada el día en que escuché que “el nivel medio de los ingenieros españoles es muy superior al de los ingenieros norteamericanos”. Lo dijo un señor que había sido profesor de la cosa en una universidad norteamericana. De ahí mi enorme interés por hacer un gobierno integrado mayormente por ingenieros. Zapatero no me hizo caso, claro. “Zapatero no escucha”, dijo César Antonio Molina, ministro suyo que fuera de Cultura.
Pues bien. ¿Quién me iba a decir que el que se tomaría lo mío al pie de la letra sería su ‘hijo’ putativo, con perdón, Pedro Pablo Sánchez Iglesias (no pueden negar que son ‘padre’ e ‘hijo’: el carácter paranoide los delata). Pedro Pablo ha llenado de ingenieros e ingenieras (toma ya lenguaje inclusivo) el consejo de ministros, empezando por él, ingeniero mayor: los ingenieros de don Manuel. Me explico.
“A ver si se callan los ingenieros”, decía cada dos por tres don Manuel, mirando hacia los bancos de atrás. Recién llegado al aula, ocho años tendría yo, cuando volví la cabeza, lo entendí a la primera. Don Manuel, “de la carrera de la edad cansado” (loor al gran Quevedo), llamaba ingenieros al grupo de muchachos a los que los anteriores maestros (Escuelas Graduadas) habían ido dejando por imposibles. Don Manuel también, claro. Aprendidas apenas las cuatro reglas, su único afán era cumplir cuanto antes los doce para salir huyendo de la escuela. ¿A que ya saben a dónde quiero ir a parar?
En efecto, salvo alguna que otra excepción, el nivelazo intelectivo e intelectual (no es lo mismo) del actual consejo de ministros es para salir corriendo despavorido. “Se está poniendo de manifestación”, dijo el otro día el ministro, Alberto Garzón. Y añadió seguido: “Estas leyes que ya hemos ‘proponido’ cambiar”. ¿Lo ven? Sólo le faltó decir lo que contestó un día uno de los ingenieros de don Manuel: “Yo haceré lo que sabo”. Pero todo se andará. El que viva lo ha de ver.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...