Los estudiantes podrán graduarse, aunque no hayan aprobado todas las asignaturas. Asimismo, podrán presentarse a la selectividad con suspensos.
Lástima no haber nacido sesenta años más tarde, en cuyo caso, yo no hubiese sido un niño, un adolescente, un joven taquicárdico. Y hoy, un viejo con el corazón maltratado por el exceso de adrenalina.
“La del alba sería” cuando, luego de haber estado toda la noche oyendo entre sueños los quejidos parturientos de mi madre, aquel lluvioso 7/6/1963, mi padre me montó en el mulo y me llevó a la ciudad a examinarme de la beca. Y hete aquí que, aunque me sabía de sobra la enciclopedia escolar, de la media docena de muchachos del pueblo que nos examinamos, yo fui el único que no aprobó. El bofetón fue mayúsculo. El maestro no se lo explicaba. Yo sí: los nervios me atenazaron, me paralizaron. Al año siguiente, a punto estuvo de que me pasase lo mismo: segundos antes de que nos recogieran los exámenes, no me acababa de salir la sencilla cuenta de dividir. Al final, aprobé y me dieron la beca, 10.800 pesetas. Ilusión cumplida: ¡ya podía empezar a estudiar el bachillerato! Era tal el miedo que tenía a perder la beca (imprescindible nota media de notable; si no, p’al pueblo de vuelta), que me pasé de la raya: acabé con un puñado de matrículas de honor. Y así continuaría los cursos siguientes. Pero amigo mío, al cuarto año, otra vez los nervios atenazantes: la reválida. Tuve la suerte de superarla, aunque bien me pudo haber sucedido como a un buen amigo, muchacho listo, buen estudiante: la beca a hacer puñetas. Dos cursos más tarde, vuelta la burra al trigo: la llamada reválida de sexto, que, una vez aprobada, me abría las puertas de la escuela de magisterio, a la que iba destinado. Mas sin saber por qué, me lié la manta a la cabeza y decidí jugármelo todo a una carta: me voy a medicina. Todo a una carta, sí, porque, una vez aprobado el ‘preu’, venía lo más gordo: la llamada prueba de madurez en Salamanca (los de Cáceres), en la que caía hasta el más pintado. Si no me morí de los nervios (¡el miedo a perder la beca!), fue porque tenía veinte años recién cumplidos. En Salamanca no me morí, ya digo, pero sí me moriría en mi pueblo, días después: la mañana en que me vi suspenso en la lista que publicaba a diario el periódico de un bar. El mundo se me vino encima. Hasta que alguien se dio cuenta de que me había confundido de renglón. Total, que me concedieron la beca-salario (¡100.000 pesetas!), para conservar la cual, había que aprobar todo el curso, claro. ¿Quieren algo más?
En resumidas cuentas, que si yo hubiese nacido seis décadas más tarde, hoy mi corazón no correría como un caballo desbocado. Sí, pero no sabría usted ni dibujar el mapa de España. Ahí tiene usted razón.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...