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DE GRULLAS Y HALCONES

Mi compadre, un Rodríguez de la Fuente desubicado (banquero toda su vida, vaya puntería), sigue manteniendo tal pasión por el mundo animal en general y de las aves en particular, que no pierde ocasión de prestarles su atención, por raro que sea el lugar donde estuviere. Como un Jorge Guillén de la avifauna: “Cima de la delicia. Todo en el aire es pájaro”. Es tal su capacidad para el asunto, que ve cosas que no ve nadie más. El otro día, en pleno centro de Madrid, vio cómo un halcón peregrino se lanzaba a velocidad supersónica desde un rascacielos en pos de una paloma distraída. Por lo visto, las aves han tomado posesión de las más altas terrazas. Lo de mi compadre y el halcón peregrino se me ha venido a las mientes en cuanto me he topado en este periódico con una noticia recurrente: la demolición o no demolición del complejo Isla de Valdecañas, en relación esta vez con la recusación de uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, que ya manifestase en su día su intencionalidad demoledora. A propósito: si yo hubiese sido magistrado, me habrían recusado por lo contrario, pues que en innúmeros escritos en estas páginas he dejado claro que la demolición de tan hermoso como controvertido complejo, me parecería una verdadera locura, a la luz no de la ley, claro, sino del sentido común, que yo no sé qué tendrá más fuerza. Y todo por culpa de unas grullas (lo de culpa es un decir), que hubieron de huir de las ramas de unos árboles extranjeros y esterilizantes, los eucaliptos, cuando se edificase el mentado complejo, a la orilla del pantano. Alguien se preguntará que cómo unas respetables grullas han podido llegar tan lejos. A lo que alguien podría responder: ni las grullas podían haber llegado a más, ni el Tribunal Constitucional a menos. En fin, que cada vez que se suscita la demolición del lugar, me invade una enorme desazón. Desde aquella mañana que a mi santa y a mí nos diera por acercarnos al lugar y nos encontrásemos aquel pequeño paraíso, fruto de la mano del hombre, maldita sea. Digo maldita sea porque de no haberlo visto con mis propios ojos, a ver si no, aquello me la traería al pairo. Pero una vez contemplado, la demolición de lugar tan bello, me parecería una ofensa al sentido común, ya digo. Y pienso yo: del mismo modo que los halcones, en busca de los riscos de donde fueran desplazados sus antecesores, han tomado posesión de las altas torres madrileñas, ¿no habría por ventura nadie capaz de enseñar a las grullas extremeñas a nidificar en los tejados y en los árboles plantados en el predio de sus abuelos? Yo no quiero decir que los halcones sean más listos que los magistrados, válgame el cielo, pero no sería malo que sus señorías se fijasen en ellos: con el tiempo, sigilosamente, han vuelto a la casa de sus ancestros. Y sin recurrir a ningún tribunal, perdón, Tribunal.

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