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TAMAMES EL EXTREMEÑO

Un día de éstos, Ramón Tamames oficiará su última misa solemne en el Congreso de los Diputados. En los mentideros políticos, no se habla de otra cosa: ¡uno que fue de Carrillo, hablando en nombre de la derecha-derecha! Razón de más para que uno recurra de nuevo al gran Cela: “Cuando en un sitio huele mucho a algo, el secreto no es oler más, sino oler distinto”. A eso voy. ¡Pero sin salirme de Tamames! Por cierto, me resultó extraño que Martín Tamayo (uno de los mejores comentaristas políticos que existen, dicho sea de paso), cuando el otro día hablaba de sus viajes junto a don Ramón por tierras extremeñas, tiempos del CDS de Adolfo Suárez, me extrañó, ya digo, que no hiciese ninguna alusión a lo que se podrá leer a continuación. Pero antes me gustaría abrir un paréntesis para darle al César lo que es suyo. El César es Tamayo, claro, en cuyo último trabajo, “La amargura de Tiberio”, consigue un ‘tempo’ narrativo que nada tiene que envidiar al de las “Memorias de Adriano”, una de las obras cumbres de la novela histórica. ¿De dónde has sacado esa música, amigo Tomás? Cierro paréntesis. Tamames el extremeño, he dicho. En efecto. Nada que ver con que su padre, Manuel, naciera en Cáceres, 1901, siendo su abuelo maestro en la ciudad (también lo sería de Garrovillas). La razón es muy otra. Ésta: al acabar la guerra civil, cuando, a falta de pan, el hambre se podía cortar con un cuchillo, el doctor Manuel Tamames, por entonces en la cárcel, por republicano, en evitación de que los muchachos, cinco, pudieran ser víctimas del raquitismo, aprovechando el ofrecimiento que le había hecho su amigo, don Diego Mera, mandó a tres de ellos a Don Benito, en cuyas inmediaciones tenía amplias propiedades. Como sería de ilusionante la vida rural y cotidiana para los tres muchachos madrileños, que Ramón, siete años, no duda en llamarle “La Arcadia Extremeña”: “Nos dedicábamos a coger renacuajos, ranas, saltamontes o ratones de campo...”, vamos, como si fuesen del pueblo de toda la vida, hasta el punto que “adquirimos el acento extremeño más puro”, de lo cual presumirían al volver a Madrid. Escolarizados en el lugar, cada mañana Ramoncín cantaba el “Cara al sol” con entusiasmo. Luego de unas semanas veraniegas en la capital, como el hambre continuaba haciendo de las suyas, nuestro protagonista regresa a la Arcadia. Con tan mala suerte que, al poco tiempo, él y un hermano comenzaron a tener “fiebres de hasta cuarenta y dos grados”. Paludismo. Total, que con gran pena de su corazón, hubieron de regresar a casa. “Muchos años después, en Cáceres, en el restaurante el Figón de Eustaquio, donde dan lagarto o ranas con frecuencia, no me atreví a probar de nuevo esas viandas, que de niño me parecieron más que deleitosas”. Y ya para rematar, el recuerdo de la siesta veraniega: “¡El HOY…de hoy! ¡El HOY… de hoy”. Lo cuenta, tal cual, en sus memorias. El extremeño Tamames, en fin.

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