El otro día, Alfonso Guerra acudió a “El Hormiguero”, y como era natural, la expectación fue máxima, mayormente por el gravísimo momento que estamos viviendo, convulsión política sin precedentes, protagonizada por un partido que, para más inri, fuese su propia ‘creación’, que hubo un tiempo en que en el PSOE no se movía ni una hoja sin permiso de Alfonso: “El que se mueva no sale en la foto”, figuraba en el frontispicio de la calle Ferraz. Gracias a Alfonso y a Felipe, en España se vivieron unos años de una considerable tranquilidad social, a pesar de los asesinatos cometidos por nuestro Hamás, la eta, aquel grupo de descerebrados que, según un cretino perverso y con micrófono, que hoy vive en los cubos de la basura universitarios, los terroristas fueron los únicos que entendieron la Transición, tal que les dijera en una Herriko Taberna, cuando ya los muertos inocentes superaban las nueve centenas. De Pablo Iglesias hablo.
De Alfonso Guerra se esperaba que sacara a relucir su lengua viperina, que le hiciera tan temible, y a lo único que se atrevió fue a dar pellizcos de monja a los tíos que, bajo las siglas del PSOE, no sólo han negociado un gobierno con los herederos de los asesinos de su amigo Enrique Casas, “era muy amigo mío”, sino que han comprado los siete votos de un individuo que debería ir camino de Soto del Real, que dijera el otro día Fernando Savater, uno de los pocos intelectuales -ah, la repugnante cobardía de los intelectuales- que ha estado siempre a la altura de las circunstancias, sobre todo cuando las mismas han sido de sangre o de destrucción nacional, como ahora.
Total, que en lugar de ver a un Alfonso Guerra del que se esperaba un puño en la mesa, criticando los desmanes que están llevando a cabo los de su partido, nos encontramos a un Guerra ¡sonriente!, promocionando un nuevo libro (mal tienen que andar las cosas cuando hay que recurrir a la televisión). En mi vida podía yo imaginarme a mi Alfonso (fui guerrista hasta las trancas) hablando en la tele de las excelencias de ese estado beatífico que es el enamoramiento, enamoradizo que es uno cual poeta enamorado. Eso se deja para los libros de memorias, Alfonso. Con lo otro, no puedo estar más de acuerdo. ¿Que qué es lo otro? La respuesta a Motos cuando le preguntó qué es más apasionante, ser padre o ser abuelo. Y se inclinó por su nieta. Hace veinte años (fui abuelo joven), escribí en estas páginas (la hemeroteca no me desmentirá) que ser abuelo es la culminación de la vida. Vida es ilusión: si no tienes ilusión estás muerto. Pues bien, la mayor fuente de la mismas son los nietos, cuatro en mi caso. Por eso, voy a decirles algo que es un oxímoron que ni Borges se atrevería con él, a saber: se debería empezar siendo abuelo; lo se ser padre podría venir después.
Total, Alfonso, que al final tendré que perdonarte una vez más. Yo también prefiero ser abuelo.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...