Hará una docena de años, vinimos por primera vez a Lima, a visitar a nuestro compadre, trabajador a las órdenes de un grupo financiero español. “Tenéis que conocer la obra que está llevando a cabo el padre Vicent”. Y allá que nos fuimos, afueras de la gran ciudad, como a una hora de viaje. Si no lo veo, no lo creo. A orillas del mismísimo Océano Pacífico, en los cerros más pelados y polvorientos del mundo, no en vano es la continuación del desierto más seco del planeta, el de Atacama, nos encontramos con el milagro. Por lo visto recién llegado el joven valenciano como párroco al lugar, la primera vez que visitó aquel desierto vertical, constelado de ‘viviendas’ inverosímiles, los feligreses que le acompañaban hablaron de la necesidad de construir una capilla, a lo que el padre Vicent contestó: “Claro que sí, pero es más necesario un colegio para esos niños”. La capilla, por llamarle de alguna manera, fue construida, toda de retales, claro es: la más humilde que se pueda imaginar (la del soneto de Quevedo que comentábamos el otro día: “Pura, sedienta y mal alimentada…”, era una catedral al lado de ésta).
Pero lo verdaderamente milagroso fue que, poco tiempo después, serían construidas, nadie sabe cómo, media docena de aulas para los niños de los cerros, algunos de los cuales se veían obligados a recorrer a pie larguísimos distancias para participar a diario del milagro. No hace falta que me esfuerce en describir las circunstancias familiares de los pequeños, y mucho menos de sus viviendas. Para que se hagan una idea, cuando el obispo del territorio fue invitado a bendecir la capilla, al decirle que estaban haciendo un colegio, el buen señor comentó: “O me falla la vista o me falla la fe. Aquí no hay nada”.
Pues bien, es la hora de que les diga que, doce años después, los noventa niños escasos con los que se principió la experiencia, hoy superan los novecientos. Me quedé tan impresionado por la nueva situación, que, al entrar en una de las aulas, ante la unánime salutación del alumnado, puesto en pie de manera espontánea, ¡buenos días!, se me cayeron unos lagrimones como puños, disimulados a duras penas tras las gafas de sol, al recordarme sentado en la escuela de mi pueblo, cuando nos daban la leche en polvo americana, de tan agradable recuerdo. Al salir a la calle, qué calle, si allí no hay calles, no pude reprimir un llanto de satisfacción. Es que al aspecto puramente educativo, se añadió otra gratísima constatación: todos los niños, sin excepción tenían un estupendo aspecto, producto, claro es, de una adecuada nutrición. Total que no tuve más remedio que rendirme: esta es la versión moderna de la multiplicación de los panes y los peces. No hay otra forma de explicarlo.
Lástima que en esta ocasión no hayamos podido abrazar al padre Vicent. Nos cruzamos en el Atlántico. Él, camino de su madre enferma.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...