Como me lo cuentan, se lo cuento. Sucedió en las inmediaciones de mi pueblo, el Casar, apagando que estaban el incendio los profesionales, en presencia de algunas decenas de testigos. Fue el caso que cierto paisano, propietario de tierras colindantes (lo acabo de llamar para que me dé pelos y señales del hecho), viendo cómo ardía una llamita, dada por extinguida, se acercó y la apagó, al tiempo que echaba tierra sobre unas cagalutas humeantes. En esto que se le acerca un agente de la autoridad: “Qué está usted haciendo”. “Estaba apagando unas llamas y enterrando unas cagalutas que estaban echando humo”. “Usted no tiene que hacer nada. Así que retírese”. Si no lo veo, no lo creo.
El otro caso aconteció cuando ya el horrendo incendio de la Jarilla iba campando a sus anchas, maldita sea: se les fue de las manos cuando ya lo creían dominado, alturas de Casas del Monte, que lo veía yo desde la ventana, que no hice otra cosa aquel día y aquella noche. Desde la playa: “Que estoy viendo por las cámaras que hay una lengua de fuego que está llegando a mi casa”. De inmediato, mi amigo, al que acabo de llamar para que me refresque todos los pormenores, reclutó a tres propios, y entre los cuatro, provistos de esos dispositivos tan sencillos como eficaces, los batefuegos, en un rato acabaron con las llamas que amenazaban con devorar la vivienda campestre. Menos mal que no fueron vistos por ninguno de los encargados de vigilar el cumplimiento de las normas antiincendios. De lo contrario, esposados habrían ido camino de Plasencia, como mínimo.
Ah, qué tiempos aquellos en los que las campanas tocaban a fuego -¡que está ardiendo la Retoña!-, y medio pueblo se echaba al campo, yo incluido, y escobones en mano, conseguían dominar casi todos lo incendios. Sí, ya sé que era rastrojo mayormente, pero se daban maña de que las llamas no afectasen a las casas del campo cuando menos, o que no pasase a un olivar, o a un encinar. Pero no crean ustedes que esta práctica era privativa de los llanos del cereal. En las zonas serranas y arboladas, las ahora abrasadas, también se hacía algo parecido. La gente se echaba al monte, nunca mejor dicho, y hacían lo que podían, no poco, pues que conocían el terreno como la palma de la mano. Mismamente lo que han hecho estos días en varios pueblos amenazados por el temeroso incendio de la Jarilla: ante la insuficiencia de medios para tantos frentes (las avionetas y helicópteros están contados), los alcaldes, bajo su responsabilidad, han reclutado a los vecinos voluntarios (mando foto) y, sierra arriba, se han dedicado a combatir las llamas que apuntaban a sus pueblos.
No hay más comentarios, señorías.
Post scriptum: la solución a todo esto la dio el otro día Pedro Sánchez, a pie de llamas: “¡Un pacto de Estado contra la emergencia climática!”. Eso: un pacto para apagar el pasto (el que alimenta las llamas). Por cierto, donde había ovejas, el fuego se detuvo milagrosamente.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...