Sí, ya sé
que al día de hoy Casillas no tiene niños, pero eso es cuestión de meses: la
boda con la bella Sara está al caer. Dejemos por un momento a los Casilla-Carbonero;
en seguida estamos con ellos.
Tienen
ustedes razón, la Eurocopa acabó hace un siglo, desde el punto de vista
periodístico. No obstante, fue tal la deflagración que produjo el relumbrante triunfo
de España, que la onda expansiva se barrunta aún. Dicho lo cual, ustedes me
perdonen, pero a fuer de sinceros, yo creo que la selección está recogiendo ahora,
en forma de buena suerte, la malísima que tuviera en décadas, cuando teniendo
jugadores y juego muy decentes, no hubo forma de llegar a rama verde. Una vez más
se ha demostrado que para ser campeones no basta jugar bien, hace falta un
pelín de fortuna. ¿Son o no una lotería los penaltis? Lo dice hasta san Iker. Bien.
Pues en esa lotería fuimos agraciados, una vez más, en detrimento esta vez de
Portugal, ay, que si las tornas hubiéranse vuelto, habría ocupado nuestro lugar
en la final, lo cual no hubiera dejado de ser enormemente injusto: España ha
inventado, sí, una nueva forma, ‘inteligente’, de jugar al fútbol, cosa que
debemos a Luis Aragonés, “que fue capaz de dar con la tecla”, dijera el otro
día Xavi, ese genio.
Y ya estamos
de nuevo con los niños de Iker. Es que, de repente, me ha entrado una pena
grande por ellos. Todo empezó el domingo pasado, cuando Jordi Alba marcó aquel gol
eléctrico y en su inmenso delirio, lanzó un beso al cielo. Entonces, pensé: si
Jordi hubiera tenido un niño pequeño, seguro que se habría llevado el pulgar a
la boca, a guisa de chupete, tal que hacen cada domingo miles de congéneres. Y
aquí es donde me entró la pena. Casillas, el mejor portero del mundo, y sobretodo
un buen muchacho, nunca podrá dedicar tal gesto a sus niños, que como es de
esperar, con unos padres semejantes, serán lindísimos. Si eso no es una gran
injusticia, que venga Dios y lo vea. Es que difícilmente Casillas marcará un
gol. ¡Con la cantidad de ellos que evita!
Alguno
estará pensando que podría llevarse el pulgar enguantado a la boca, cada vez
que hace una parada milagrosa. Sin embargo, eso no es tan sencillo: un dedo tan
gordo difícilmente le cabría en las fauces, que hasta podría producirse una
luxación de la mandíbula, a más de lo antihigiénico que resultaría, aunque bien
pensado los otros no se lavan previamente la mano. ¡Que se quite el guante!,
dirá otro, como si eso fuera tan sencillo: le restaría espontaneidad al gesto y
si la pelota sale a córner, no le daría tiempo. En fin, que tendrá que
conformarse con dibujar con las manos el
‘vientre enhiesto’ (“Volvoreta”, W. Fernández Flores) de la bella Sara, o el
gesto de mecer en brazos a la criatura recién nacida.
Sobre la
marcha se me ha ocurrido que hay otros muchos deportistas españoles en la élite
mundial que muy bien podrían incorporar el enternecedor gesto del pulgar/chupete
a sus celebraciones, cuando sean padres, claro. Un suponer, Nadal, el inmenso
Nadal. O Fernando Alonso ‘el sabio’. O los de los ‘amotos’. Y Contador. Y
Gasol. Y tantos otros, en fin.