Antes de empezar a hablar, quisiera dirigirles unas palabras (Brice Echenique, ese pillín): qué pena me dio el otro día ver al mejor jugador del mundo, Iniesta, por supuesto, haciendo el ridículo ante las cámaras, diciendo obviedades y simplezas como un tontito cualquiera; él, que con el balón en los pies es un artista genial. Y todo porque los periodistas se empeñan en que diga algo. Que no hable, por favor. ¿Se imaginan a José Tomás destrozando el mito que tanta sangre le ha costado, hablando al modo de Iniesta? No hables nunca, maestro.
He ahí el toro, puesto en suerte: fútbol y toros, o viceversa.
Impresionante la puesta en escena del Barça-Madrid, perdón, del clásico del otro día, que comienza propiamente con la solemne salida al campo de los jugadores, un niño de la mano cada uno, que ahí es donde quiero yo incidir. Sí, ya sé que los niños llevan todos una carita de susto que se ve a la legua, pero no me negarán ustedes la ilusión que debe de suponer ir de la mano de semejantes ídolos. Una manera más de fomentar la afición, por si no fuera suficiente con que los medios de comunicación, sin excepción, dediquen la mitad de su espacio al fútbol (algunos no tienen otro cometido). Que no crean los lectores más jóvenes que eso existió desde siempre: Di Stéfano, Kubala, Gento, Puskas y compañía, saltaban el terreno de juego más solos que la luna, que diría Sabina. Lo de los niños es una muestra más de la puesta al día del fútbol, como el nombre en la camiseta (antes sólo el número), o el cambio en la regla del fuera de juego y varias cosas más.
Por el contrario, el mundo de los toros permanece anclado en el paleolítico. Ni les ponen el dorsal a los toreros y banderilleros, ni usan una tablilla electrónica para los avisos, ni crean la figura del linier para señalar la invasión de terreno prohibido por parte del picador, tal que un día sugerí en estas páginas. Así les luce el pelo, claro, que sólo se ve cemento en las gradas. Qué trabajo les costaría (ahí va una idea nueva) a los que participan en la lidia, hacer el paseíllo con un niño de la mano vestido de torero, tal que hemos dicho de los futbolistas. Y hacerse luego la foto todos juntos. ¿Que qué haríamos con el picador? Muy sencillo: el niño podría ir perfectamente montado en un poni. Eso sí que sería crear afición, y más ahora que los toros vuelven a la televisión pública, gratis total. ¿Se imaginan la ilusión de los pequeños? Volverían los días en que los niños jugábamos a los toros, que casi todos querían ser toreros, menos yo, que me caí al suelo del susto, aquella vez que en la plaza de mi pueblo les dio a unas mozas por gritar desde un balcón que venía el toro, y faltaba media hora para que le dieran larga.
Sí ya sé que la edad legal para que un niño pueda asistir a un espectáculo taurino son los catorce años y acompañado de un mayor. ¿Y qué problema es ése? Pues adelante con los faroles: muchachos, ¡y muchachas!, de catorce años. Todo sea por el bien de la fiesta.