“Se va enredando, enredando, como en el muro la hiedra, y va brotando, brotando, como el musguito en la piedra”. Así dice la bellísima canción de Violeta Parra, “Volver a los diecisiete”. Búscala y escúchala, hazme caso. Ustedes perdonen, pero es que estoy bajo los efectos de la prosa de Antonio Muñoz Molina, ese genio, paisano del otro genio, quién va a ser, Joaquín Sabina (Príncipe de Asturias, ya), nacidos ambos en la Salamanca andaluza, Úbeda, que hay ciudades con suerte. Es que, después de “La noche de los tiempos”, inconmensurable obra enmarcada en nuestra maldita preguerra, me he atrevido al fin con “El jinete polaco”, algunas de cuyas páginas me han vuelto loco de emoción: estética y biográfica, no sé si me entienden. Resulta que a los diecisiete, yo hacía lo mismo que Muñoz Molina, casi en el mismo tiempo: todo el día enganchado a la radio, aquel magnífico Iberia de luz que comprásemos de segunda mano, escuchando música, ¡“Para vosotros jóvenes”!, o pegados a la sinfonola del bar Casablanca, por ver si alguien echaba el duro que no teníamos. Ah, y en los ratos libres íbamos a clase y estudiábamos para conseguir la beca-salario, que nos permitiera dar el salto a la universidad, ¿verdad, Antonio?
Hace ya un siglo conté en estas páginas que a los diecisiete me conocía todos los programas musicales del dial, que incluso, a duras penas lograba sintonizar desde mi pueblo una emisora de Badajoz, cuyo locutor pasaba las de Caín cada vez que tenía que pronunciar el nombre de Neil Diamond, y su canción Song, Sung Blue, que tanto nos gustase. De programa musical en programa musical, ya digo, huyendo como de una tormenta de los informativos: “el parte” y tal. Y de ese modo, vivíamos tan ricamente: música y estudio; bueno y el fútbol, de defensa derecho, y algún Celta corto, claro, siempre con los dos o tres amigos íntimos. Ah, y enamorado como un becerro (Vargas Llosa, dixit) de una muchacha de mi pueblo, igualito que tú de Marina, Antonio. Y nada más. El resto del mundo no existía. Sencillamente.
Por aquello de la inercia, la costumbre de la radio me la llevé a Salamanca, que lo primero que hice fue comprarme un sencillo transistor que me mantuviese alimentado de música. De información, como siempre: nada de nada. Hasta que se muere Franco. Morirse Franco y envenenarme por los programas informativos fue todo uno, siempre de emisora en emisora, en busca de información, cuando no de opinión, huyendo como un poseso de “Los 40 principales” y cosas posteriores: “Cadena Dial”, “Kiss FM” y otras por el estilo. Treinta y tantos años así. Hasta que llega la crisis, con su hermosa guarnición de desastres socio-económicos, y empiezo a echar por las orejas la prima de riesgo. El día que, no ha muchas semanas, me vi en el oído la primera gota, me dije: se acabó lo que se daba. Si yo era un muchacho feliz cuando no tenía ni un duro para la sinfonola, por qué voy a vivir acojonado, ahora que, además de salud, tengo trabajo y cinco duros en el bolsillo, que decía mi madre. A mi estos tíos de la prima no me amargan la vida. He vuelto a los diecisiete: “se va enredando, enredando…” Sólo me falta el Iberia.