El día que me enteré de que los Antonios, A.
Huertas y A. Núñez, habían sido nombrados, a la vez, presidente y
vicepresidente de Mapfre, respectivamente, pensé: impresionante; uno de los
grupos financieros más importantes del país,
implantado en medio mundo, en manos de dos extremeños; el uno de
Villanueva de la Serena, el otro de Casar de Cáceres, mi pueblo. No me digan
ustedes que eso pasa todos los días. No señor, eso algo absolutamente excepcional.
En ese instante, ni se me pasó por la cabeza lo de los premios del HOY. Sin
embargo, cuando supe que les habían sido concedidos, ex aequo, lo tuve
clarísimo: imposible, de todo punto, encontrar dos personas que lo merezcan
tanto, en esa faceta, claro es.
Al presidente,
Huertas, le he visto un par de veces. Las suficientes para saber que le podría
comprar con tranquilidad un coche de segunda mano: uno es capaz de conocer a
las personas, tantos años de oficio, hasta por la forma de andar. “Italia está
muerta”, dijera el día que le conocí, recién venido que estaba de aquel país, con
los bolsillos llenos de millones de euros: los que había llevado para comprar
alguna empresa, que no pudo lograrse por cierta informalidad congénita de los
italianos en la cosa de los negocios. Decir de Italia que es un país moribundo
(primo hermano de España) lo dice hoy cualquiera, pero Huertas lo dijo mucho
antes de que empezase lo que vino después. La segunda fue la definitiva: el día
que coincidiéramos en el palacio de los deportes, Madrid, para ver la actuación
de un genio absoluto, mi idolatrado Elton John. Un señor con semejante afición
merece ser presidente de cualquier cosa.
Al otro, a
Núñez, lo conozco mejor que él a sí mismo (él dirá lo mismo de mí, claro). Dos
años más chico que yo, lo veo ‘aparecer’ en la escuela. Más tarde, excepto el
aula del instituto, lo compartíamos todo, hospedados que estábamos en la
Preciosa Sangre, Casa del Sol, corazón de la ciudad monumental de Cáceres, de
la que fuéramos los penúltimos pobladores, primeros años 60: la mesa del estudio,
la mesa del comedor, el patio de juegos, los rezos medievales en la capilla, si
muriera esta noche, qué cuenta daría al Señor, mismo dormitorio, sean alabados
Jesús y María, el cura a las siete de la mañana, sean por siempre benditos y
alabados, ‘contestábamos’ desde lo más profundo del sueño adolescente. A esa
misma hora, al padre de Núñez, en las mañanas heladas de otro siglo, en una
gasolinera le tenían preparado un cubo de agua caliente para que introdujera
las manos a punto de congelación, camino que iba de Aliseda, los cántaros de
leche a la grupa de la vespa, para venderla puerta a puerta: el sustento de
seis hijos, los seis mejores hijos posibles. De eso me acordé este verano
cuando Antonio me mandó un mensaje desde la Zarzuela, que acabo de estar con el
rey, o cuando días después me escribiera otro diciéndome que se había tomado un
gin-tonic con el príncipe.
¿Es que no
va usted a escribir ningún elogio sobre Antonio Núñez? No tendría ningún valor:
es mi amigo de toda la vida (entre nosotros: mis amigos son formidables, que
hubiera dicho el gran Alberto Oliveras).