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De bengalas y petardos


    Más de uno se estará preguntando qué hace un ‘intelectuá’ hablando de bengalas y petardos (“Ortega y Marañón son intelectuales porque ellos se lo llaman a sí mismos”, dijera Franco, tan amigo de intelectuales). Eso mismo digo yo, y más aún si tenemos en cuenta que la palabra petardo me produce verdadera repugnancia. Ustedes perdonen: a J.R. Jiménez le pasaba lo mismo con la palabra chirrión, que una vez escribiera Azorín, “El chirrión de los políticos”, por lo que se ganó la del pulpo. Al grano.    

  Una bengala fue el detonante de la espantosa avalancha que provocó la tragedia festiva en Madrid. Al principio, se habló de un petardo. Horror, ya salió la asquerosa palabra. En Badajoz, ciudad a la que acudo con cierta frecuencia (ah, los nietos), hube de llamar una tarde a los municipales, avisando del estruendo a que estábamos siendo sometidos por un grupito de adolescentes. Digo estruendo porque, no sé la causa, no conozco una ciudad con petardos, qué asco, tan potentes y tan cotidianos: en efecto, son muchas las veces que me he sobresaltado por su causa, incluso dentro de casa. Y aquí viene la cuestión. Como no creo que roben los petardos en una mina, lo lógico es que los compren. ¿Díganme si no? Por razones judiciales, me reservo los insultos que en privado le dedico al responsable de que esos artefactos alguna vez pudieran ser puestos a la venta. Asimismo, me callo los que le digo al responsable de que sigan estándolo, señor alcalde, ¿o tal vez señor consejero? Es que, con tantas administraciones, uno no sabe adonde apuntar.

   ¿Que soy yo el único al que le molestan las explosiones? De eso, ni hablar. Ustedes tendrían que haber visto las caras que pusieron (los niños, aterrados) y las cosas que dijeron las personas circundantes, aquella tarde de la llamada a los municipales, que, por cierto, se presentaron al momento, y con su sola presencia disuadieron a los adolescentes. Qué iban a hacer, si eran unos críos mocosos, a los que ni se me ocurren culpar de nada, bueno, de nada, de nada, no: por su culpa, tuve que salir corriendo como un poseso en busca de una iglesia. Atardeciendo que estaba, me aterraba pasar la noche (hay muertes muy repentinas) sin haber confesado las blasfemias tan gordas que proferí cada vez que me reventaran los tímpanos y el pecho. Una blasfemia gorda es un pecado mortal, y ya se sabe lo que pasa si te cogen, perdón, si te pillan con un sólo pecado mortal en la mochila: te has caído con todo el equipo; mucho peor que si te pillan con droga en un país de esos lejanos. Si al menos el petardo se hubiera llamado flor: en ese caso, no me habrían hecho tanto daño. Ni se me hubiera ocurrido llamar a la policía municipal: “que unos muchachos están explotando flores”, qué vergüenza, qué ridículo.  

   Diletancias aparte, no me cabe en la cabeza que unos críos puedan comprar libremente artefactos explosivos, sean cohetes, sean petardos, qué asco, y mucho  menos me cabe que puedan hacerlo porque alguien (matarlo sería poco) haya autorizado su venta. ¿Que no es para ponerse así? Eso dígaselo usted a los padres de las muchachas muertas en una avalancha humana, cuyo detonante fue una bengala. ¿O no?

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