“El rinencéfalo, área de la olfacción, función
tan extraordinaria en otras especies, como el perro, en los humanos ha devenido
en gran parte en órgano de la afectividad” (sic), nos dijera el profesor de
anatomía, el gran don Luis Santos, por cierto, padre de un profesor de letras
de la Uex, del que me dicen que es un genio, biznieto a su vez de Unamuno, para
más señas. El rinencéfalo, en fin, el del perro, capaz de descubrir drogas en
los lugares más recónditos del más hermético equipaje.
Esa es la única solución, sí, para descubrir
a los políticos que se corrompen por el dinero. No hay otra. Lo que yo te diga
a ti. Crear un órgano en cada partido que se encargue de la lucha contra la corrupción,
ha dicho doña Esperanza. Ni eso siquiera serviría, que siempre habría a mano una ferretería como la
del suegro de Rafael Vera, que pasó de vender cuatro tornillos a tener unas
facturaciones ‘trastoféricas’, que diría el gran Chiquito. O un cuñado al que
empiezan a prosperarle súbitamente los negocios y una vez acabado el mandato
del cuñadísimo: “devuélveme el rosario de mi madre y quédate con todo lo
demás”, no sé si me quieren entender.
La hembra de todas las especies lanza periódicamente
a los cuatro vientos efluvios hormonales, avisando al macho de que está
preparada. Atraído por esa llamada, irrefrenable, un toro es capaz de
desollarse vivo en pos de la vaca que está al otro lado de la alambrada. Eso es
una ley biológica universal. Pues bien, estoy absolutamente persuadido de que
las personas, en general, y los que se dedican a la cosa política, en
particular, a los que les gusta más el dinero que a un chivo la leche (esa
podría ser otra prueba), por fuerza tienen que producir, en presencia de un
fajo de billetes, una extraordinaria cantidad de sustancias hormonales, que a
buen seguro podría ser detectada por el olfato de un perro debidamente
entrenado. Todo es cuestión de ponerse manos a la obra. Se mete el individuo/a
en una habitación a solas con una cartera repleta de billetes de quinientos.
Pasados unos minutos, se hace entrar al perro, y si el animal se pone a ladrar
como un loco, es que estamos en presencia de un Bárcenas o de un Urdangarín. Esa
es, pues, la única solución. Resulta como un poco humillante, pero no hay otra
forma de descubrirlos, a priori, claro.
Hablando del tal Bárcenas. Lo que más me ha
indignado de este pobre hombre no es el hecho de que tenga muchos millones en
Suiza, no. Ni tampoco el que durante muchos años estuviera entregándoles sobres
llenos de billetes a no sé cuántos miembros de la cúpula del Partido Popular,
no. A mí lo que más enfado me ha producido (me da mucho ‘enfao’, decía mi
madre) es otra cosa, sí. Que los pagos fueran en dinero negro. Me parece una
falta de clase y de estilo más grave que su acendrada propensión al
enriquecimiento ilícito. Me lo estoy imaginando, babeante, rodeado de billetes:
los negros para estos ‘pringaos’, los de colorines para mí. Nada me extrañaría
que, a tenor, fuesen negros asimismo los sobres donde metía el dinero. De
individuo así, cualquier cosa.