Buena me la ha liado Benedicto. Ni después de
muerto (ambos), se lo perdonaré. A quién se le ocurre renunciar así por las
buenas, eso que algunos periodistas, en su deslumbrante dominio del lenguaje,
han llamado dimisión, como si tratase de un politicastro cualquiera, que lo
único que les ha hecho falta es haber titulado: “el Papa presenta el cese”. En
fin, que no le perdonaré nunca el que por culpa de su ‘espantá’ (mira, eso no
se le ha ocurrido a ninguno: el Papa da la ‘espantá’) hayamos tenido que
leer/escuchar toda suerte de imbecilidades, cretineces, bobadas, chorradas,
gilipolleces, mamarrachadas sobre las causas de su renuncia -“renuncio en plena
libertad”, ha dicho, dejándolos a todos con culo al aire-, de parte de unos
individuos que se creen que todo el monte de la opinión es orégano. Y lo más
curioso: de boca de algunos que se dejan llamar vaticanólogos, que no creo que
se lo llamen a sí mismos, en cuyo caso, estaríamos otra vez con lo de Baroja: “Da
como vergüenza llamarse uno intelectual a sí mismo”. Es que, vaya por Dios,
hombre: el único laico (‘laicificado’) que hubiera podido decir algo
interesante sobre el personaje, está muerto, Jesús Aguirre, que no en vano
vivió en el mismo colegio, Munich, en donde poco tiempo antes residiese e
impartiera docencia el joven Ratzinger, y con cuyo discípulo predilecto en el
curdo de Dogmática, Hans Kuss (no confundir con Hans Küng, el teólogo
antagonista de Benedicto), mantuvo una ‘íntima’ amistad de juventud nuestro
Duque de Alba, según puede leerse en Manuel Vicent, te quiero, maestro:
“Aguirre, el magnífico”.
Hay otra
cosa, además, por la que le guardaré rencor toda mi vida. Si cundiese el
ejemplo de la renuncia, ojalá no, ya nunca podremos asistir al evento más
antiguo y grandioso del mundo, el más antiguo de los grandiosos, el más
grandioso de los antiguos, sí: el magnificente ceremonial de un entierro papal.
Es que, ya lo he dicho en estas páginas, a uno le pasa lo mismo que al personaje
de “Crónica de una muerte anunciada”: que vivía fascinado por los fastos de la
Iglesia. Seguro estoy de que Benedicto XVI ha dado orden de que se le entierre
en el más absoluto de los silencios.
No me digan
que no es para guardarle rencor.
En fin, un
anciano de 85 años, agotado físicamente, y por ende mentalmente (“se piensa con
todo el cuerpo”, dijera Nietzsche y luego confirman los neurofisiólogos),
decide retirarse del mundanal ruido -“desapareceré del mundo”, ha dicho-, y
enseguida saltan a la palestra los miles de saltimbanquis de la opinión,
inventándose toda suerte de interpretaciones al respecto. Pero mira tú qué
jodida casualidad, a ninguno de ellos le he oído comentar nada sobre uno de los
momentos más dramáticos -¿el más?- de la vida del Papa: el día que, de visita
en Auschwitz (creo que fue una ‘suerte’ no poder visitarlo aquella vez que
hubimos de quedarnos en Cracovia), el más aterrador monumento a la ignominia de
nuestra especie, se atrevió a pronunciar las palabras que nadie nunca osó decir
en voz alta, “particularmente difícil y deprimente para un cristiano, para un
Papa que procede de Alemania”: “Dónde estaba Dios en esos días”. “Por qué,
Señor, permaneciste callado”.
Como para
no estar fundido, patéticos vaticanólogos de la frivolidad.