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País pobre, país rico


   Todo el mundo conoce a alguien que, amo de cierta fortuna, vive como un mendigo (delirio de ruina lo llama la psiquiatría): comprando las manzanas podridas y comiéndose los yogures caducados y regalados, que, por cierto, estaban riquísimos tres meses después de la fecha de caducidad, aquélla estupidez inventada con fines comerciales. De seguir los medios de comunicación por el actual camino, así puede acabar España: viviendo como un país mendigo, siendo como somos un país rico, los décimos del mundo, que decíamos anteayer. Miren hacia abajo y verán lo que viene detrás (o se den una vueltecita por mi adorado Perú). ¿Que exagero? Ni hablar.

   Se lo preguntaba un chico listo, El Follonero, al viejo Sampedro, José Luis, recién muerto: ¿somos culpables los medios de comunicación de este sentimiento de pesimismo? Yo no tengo la barba rala y vieja del profesor-escritor, ni su talento, pero tengo un bigote de cuarenta y dos años que me confiere autoridad suficiente para decir que sí, que los medios de comunicación son los culpables, no del paro y los desahucios, pero sí del sentimiento colectivo de abatimiento, que no hay portada de periódico, ni cabecera de telediario en donde no aparezca una noticia que invite al suicidio en masa. Por cierto, el suicidio de Cristina Onassis no fue debido, como se creyó en un principio, al temor a que le desahuciaran la isla de Skorpios, recién vendida por su hija a una rica y joven rusa; se quitó la vida porque era muy pobre, sí: “era tan pobre que no tenía más que dinero”, según Joaquín Sabina (¡Príncipe de Asturias, ya!).

   De seguir con esta marcha, ya digo, acabaremos todos locos y comiendo las sobras de los pobres de Marruecos, por hablar de un país vecino, igual que el rico que busca comida en los contenedores (en Nueva York los he visto yo). Lo que yo te diga. Pero a mí no van a arrastrarme (no hay c.), que uno tiene grabado en el paleoncéfalo (al diccionario) otro concepto muy distinto de pobreza. Hijo de jornalero y lavandera-fregadora-espigadora-aceitunera, a mucha honra -sí, qué pasa contigo, niño bonito-, ni siquiera nosotros, primeros años cincuenta, nos considerábamos pobres, pues que el “umbral” (loor al maestro) de la pobreza estaba clarísimo: pobres eran, sí, los que no tenían ni para comer, y estrictamente los mendigos harapientos y forasteros que se refugiaban en los soportales de una ermita a las afueras del pueblo. “He visto a un pobre”, decíamos los niños descalzos, que andábamos descalzos de abril a octubre, tan oreados. Comparo yo aquello con lo actual y no me salen las cuentas: ah, qué bien nos hubieran venido entonces los millones de envases de yogures caducados que se tiraban a la basura hasta hace cuatro días; o los millones de kilos de comida que van directamente a los contenedores (el tercer plato de cualquier banquete), que hasta se han creado asociaciones para evitar tan bochornoso despilfarro. Como para que ahora me vengan estos señoritos criados en la ‘ambulancia’ a amargarme la vida con sus frustraciones, ahora que tengo “salud y cinco duros”, que decía mi madre. Y hablando de salud: siento deciros que, a pesar de la ruina, seguimos teniendo una sanidad de lujo. (Y dice la Biblia: “No echéis margaritas a los puercos”).

 

 

 

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