Advertencia: este escrito está destinado a las personas mayores que se
hayan criado en un pueblo o en una
ciudad pequeña; los menores de cincuenta años lo harán siempre acompañados de
un mayor, a ser posible un anciano. El resto debe abstenerse de leerlo: les
parecerá una cosa de García Márquez.
La idea se me ocurrió a la vista de la
imparable marcha de las cifras del paro, que con tanto regocijo han sido
tratadas por los medios de comunicación (a cinco columnas algún periódico),
como dándonos ánimos a toda la sociedad, y ante la incapacidad de los gobiernos
de todo signo para arreglar mínimamente tan arduo y doloroso problema. Al
grano.
Cuando yo era chico (así dice Alberti), había
una cosa muy clara: los ricos no trabajaban. Me refiero a los ricos de verdad,
los que tenían tierras y encinas y olivos y ovejas suficientes. Un rico nunca
araba, ni sembraba, ni segaba, ni trillaba, ni limpiaba el grano, ni cargaba
sobre sus espaldas un quintal de trigo. Ni cuidaba sus ovejas, ni las ordeñaba,
ni hacía el queso. Ni vareaba las aceitunas, ni se agachaba a recoger un puñado
de las mismas. Ni daba de comer a sus caballos, ni los aparejaba, ni limpiaba
las cuadras. Por supuesto, no arreglaba un portillo por nada del mundo. El
rico, el de verdad, se limitaba a acudir al corte, a lomos de caballo, por ver
cómo iba la labor. ¿Que quién hacía el trabajo? Lo sabe usted tan bien como yo.
Con los ricos, respecto del trabajo,
pasaba algo parecido a lo que en la Edad Media sucedía con los nobles y la
escritura. La escritura era una cosa de clérigos y gente parecida: una
mariconada se diría hoy. ¡El señor no sabe escribir¡ Y el señor iba y estampaba
el sello que a tal fin llevaba impreso en el anillo.
En fin, que muy mal andaba el asunto cuando a
un rico se le veía trabajando en labores agropecuarias. O alguno de sus hijos,
que normalmente hacían una carrera de las gordas, ingeniería, medicina,
farmacia, abogacía, nunca magisterio (salvo excepciones), que esa dignísima
carrera, para la que yo iba destinado de cabeza, era considerada como de gente
de clase media, o de los muchachos humildes que salían espabilados. Así
sucedían las cosas y no había paro.
Mas no hay bien que cien años dure. Como a
Franco le diera por industrializar Cataluña y el País Vasco, qué puntería la
suya, en detrimento del agro secular, los ricos de toda la vida no tuvieron más
remedio que ponerse a trabajar, más bien los hijos (empezaron colocándolos en
las cajas de ahorro), pues que el campo ya no daba para pagar ni siquiera el
salario mínimo.
Pues bien, ha llegado el momento de la
verdad. Ante la incapacidad de los llamados agentes sociales de arreglar el
lacerante problema del paro, ay, propongo una solución copernicana: la vuelta a
la costumbre laboral de los años cincuenta y siglos precedentes. Que los ricos
de siempre y los millones de ricos nuevos, de la construcción, de la corrupción
y filones afines, así como sus hijos, vivan de sus riquezas y dejen sus puestos
de trabajo a los pobres. Así, de un plumazo, quedaría arreglado tan preocupante
desarreglo social.