“Los
críticos deben sufrir”, dice Pablo Neruda, poniéndome el asunto en refulgente bandeja
de plata: les da un repaso que los deja tiritando, y mira que era hombre
templado don Ricardo Eliecer Neftalí. Umbral también los pone guapos. Dice que
los críticos sólo se leen la solapa del libro, y aprovecha la solapa para
zaherirlos: la tienen puerca de fideos (las solapas de la chaqueta). Es el caso
que yo empecé a ignorar a los críticos a propósito de una película, “Amanece
que no es poco”, tiempos en los que los periódicos clasificaban la calidad de
la obra con estrellitas, y mira tú por dónde, a referida cinta siempre le
ponían un par de ellas, o sea, regular, aceptable, tirando a buena, siendo como
es una obra maestra que cada día tiene más adeptos, a tal punto, que hoy, 24
años después de su estreno, existe un selecto y creciente club de admiradores
de la misma: “Amanecistas” se llaman. Me llena de orgullo y satisfacción (de
qué me sonará a mí esto) haber dedicado más de un artículo en estas páginas a
dicha película, en la que son todos los que están, mas no están todos los que
son: falta uno, recién muerto, cuya egregia figura también fuera glosada aquí,
en su tiempo, por este particular. De Alfredo Landa hablo.
De ignorar a
los críticos a despreciarlos/detestarlos había sólo un paso: el que bajé cuando
me di cuenta de lo que habían perpetrado contra un genio, al que tomaron como
cabeza de turco de su infantilismo: el ‘landismo’ llamaron a la cosa,
despectivo palabro que los susodichos inventaron para vomitar toda su babeante
torpeza. No sabían, los pobres, en su sectario primitivismo, que estaban ante
uno de los más grandes de la escena, capaz de salvar él solito, en camiseta de
tirantes, toda una época cinematográfica e hispana. Era la época de las
llamadas “españoladas”, que así decían los esnobistas, la cual discurre
paralela en sus inicios a la moda de los doctrinarios cinefórum, en los que
siempre echaban una película con ‘recado’, algo de Bermang mayormente, “El
manantial de la doncella”, “Cuerno de cabra”, “El séptimo sello”, películas
todas muy alegres y agradables de ver, que ay de ti si se te ocurría decir que no
te había gustado, que hubieras preferido una de Alfredo Landa: inculto y
reaccionario era lo mínimo que te llamaban los talibanes de aquello, tontos y
casposos compañeros de viaje, a los que desde aquí envío mi dulce maldición,
urbi et orbe.
En fin, que
ya ven ustedes lo bien que me caen los críticos de cine, esas pobres criaturas
fascinadas por el moderno y adolescente y violento cine americano y sus pompas
estelares, que no lo digo yo, que lo dice Woody Allen: el cine que se hace en
mi país es para niños de doce años.
Si yo hubiera
sido crítico de cine, habría tardado muy poco en suicidarme cuando al tal Landa
le fuera concedido el más importante galardón que existe en el universo: el
premio de interpretación del festival de Cannes, “Los santos inocentes”, ex
aequo con otro gigante, Francisco Rabal, que a decir verdad, era sólo para
Landa, pero alguien maniobró entre bastidores para que fuera compartido,
justamente.
Los
críticos deben sufrir: algo más diría yo, don Neruda.