Querido y
admirado Antonio: te doy la enhorabuena y te pido perdón. Las dos cosas por lo
mismo: la concesión del Príncipe de Asturias. El perdón es porque por mi culpa
muy posiblemente ya no te concedan el Nobel, que expresamente pedí para ti en
estas páginas hace escasos meses: “Como no me gusta que nadie me eche la pata,
quiero ser el primero en pedir el Nobel para Muñoz Molina”. Seguro que los del
Príncipe de Asturias, al leer lo mío, se habrán dicho: vamos a dárselo este año
a Antonio, antes de que se nos adelanten los suecos. Luego, ya se sabe lo que
pasa: que es muy difícil hacer el doblete, que dicen los del deporte, aunque
excepciones la hay (Cela, Vargas Llosa y alguno más), y yo espero y deseo que
tú seas una de ellas, que méritos no te faltan, o sea, te sobran. Contigo me
está pasando como con Cela, que después de leerte, los demás me parecen unos
simples aficionados, y yo ya no estoy para leer a aficionados. Ahora mismo,
guiado por mi afán por ‘entender’, a la sombra del factor humano, el de Graham
Green, la mayor ignominia colectiva de la historia, el genocidio del pueblo
judío, he empezado un libro, uno más, sobre el particular, obra elogiada por el
New York Time y tal. Pues bien, al lado de lo que tú cuentas, ¡y cómo lo
cuentas!, en “Sefarad”, me parece una niñería: sólo tu descripción, sacada de
Primo Levi, de la madre lactando a su niño en un tren sellado y atiborrado de
judíos sedientos (chupaban el carámbano de las rejillas), vale por todos los
tratados sobre tan incomprensible locura.
Decía mi
madre de ciertas buenas personas que había que quererlas por fuerza: “hay que
quererlo por fuerza”. Pues eso me pasa a mí contigo: no sólo eres un escritor
excepcional, lo primero y principal, sino que encima tenemos un par de cosillas
en común, yo por delante, que por algo te llevo cinco años: ambos fuimos de niños
a recoger aceitunas con nuestra madre, qué frío, Dios mío, y ambos hicimos el
campamento en Araca, Vitoria, que cuando leí tu “Ardor guerrero”, me vi
fregando los wáteres y recogiendo colillas por todo el campamento, aquella vez
que me arrestaron por falta de compostura ente un superior: tocar el codo a un
alférez de complemento, un maestro que había velado armas en el CIR de Cáceres.
Decía
Borges, que era un punto filipino/argentino: “Algunos presumen de los libros
que han escrito; yo prefiero presumir de los libros que he leído”. Yo presumo
de haber leído, vía intravenosa, “El jinete polaco”, esa obra total, que si tú
no la hubieras escrito, lo habría hecho yo, con prosa más torpe claro, y habría
contado una historia que seguro que tú hubieras glosado de haberla vivido, y
que te brindo a modo de homenaje por el premio de Asturias. El día 7 de junio,
cincuenta años anteayer, me pasé toda la madrugada oyendo a mi madre quejarse
de los dolores del parto. Al amanecer, recién nacido mi hermano Pedro, mi padre
y yo salimos camino de Cáceres montados en el mulo a examinarme de la beca. Yo
llevaba el cabestro y mi padre sujetaba el paraguas: lloviznaba, como anteayer.
Enhorabuena, Antonio.