Antes de
continuar, me gustaría aclarar, para los no iniciados, que loby no es lobo en
inglés, con lo que alguno podría pensar, al leer el título, en un lobo homosexual,
que seguro que más de uno andará por esas montañas, que la naturaleza da para
eso y mucho más, mismamente el toro de lidia, que según un ganadero salmantino
de reses bravas, veterinario a la sazón, el torazo de quinientos kilos, de
turmas envidiables, utilizadas como viagra durante siglos, es más gay que un
palomo cojo. Yo, claro está, me refiero a otro loby, el que ha sacado a relucir
el papa Francisco: “Hay un loby gay en el Vaticano”.
A mí, la
verdad, la noticia me sorprendió y no me sorprendió. ¿Que cómo es eso posible
Lo aclaro: no me sorprendió la existencia del loby. Me sorprendió, y mucho, que
el papa de Roma lo haya reconocido públicamente. Peliagudo asunto, vive Dios,
de peligrosa lidia. Años le costó a la psiquiatría americana, el DSM de
entonces (venga, a buscar en internet), dejar de considerar como enfermedad a
la homosexualidad, para pasar a considerarla como una variante de la normalidad.
Pues ése y no otro es el camino.
Imaginemos
por un momento, sólo un momento, que lo mayoritario fuese la homosexualidad y
minoría lo contrario. Que los heterosexuales hubiésemos sido mal vistos,
vituperados, perseguidos, humillados, maltratados, desde la noche de los tiempos.
Que nos hubiésemos visto obligados de por vida a ocultar nuestras inclinaciones
sexuales hacia la mujer, qué horror, con lo guapas que son. Que a lo nuestro la
iglesia le hubiese llamado pecado nefando y tal, e incluso, según el lugar,
pagar nuestra ‘desviación’ con la propia vida. Les recuerdo que actualmente en
ciertos países, a los homosexuales, a unos los ahorcan de una grúa, y a otros
les dan una broma un poquito pesada: les introducen por el ano el más potente
pegamento, con lo cual la muerte, además de segura, es lo más horrenda que se
puede imaginar. ¿Cómo se les queda el cuerpo? Imaginen, por último, que el
ahorcado es su hijo, su nieto, su hermano, su amigo.
Dado por
sentado que los homosexuales merecen el mismo respeto y el mismo trato que los
que no lo somos (Elton Jonh es uno de mis dioses), les voy a contar una pequeña
historia. La primera vez que, en brazos de mi madre, vi a una pareja, hombre y
mujer, darse un beso en la boca, cine de verano de mi pueblo, blanco y negro,
me produjo verdadero asco, lo recuerdo perfectamente. Luego, andando el tiempo,
me iría acostumbrando, de modo y manera que dicha práctica, hoy no me disgusta
nada. Pues eso es lo que me gustaría pedirle a nuestros hermanos homosexuales:
que hasta que nos vayamos acostumbrando, sean un poquito discretos en sus
efusiones amorosas. Es que todavía no lo puedo remediar: con el beso entre
hombres me pasa lo mismo que aquella noche en brazos de mi madre. Ah, y para que
mi nieto de nueve años me escuche cuando le hablo de la historia de la
Alcazaba, reino de Badajoz, domingo pasado, plaza alta, en lugar de mirar de
reojo a dos señores que se acariciaban en público. Vamos, si no es mucho pedir.
Y recordarles de paso que lo del Vaticano no es un lobo mariquita. Qué más
quisiera el papa.