No ha
muchas horas, Julio Iglesias acaba de ‘oficiar’, inicio de su nueva gira
mundial, en el teatro romano de Mérida, mítico/mágico lugar que siempre está a
la altura de las circunstancias, o sea, muy por encima de las mismas, por muy
grande que sea la estatura artística del oficiante, que no hay dios que no se
sienta sobrecogido ante sus piedras: el miedo escénico del Bernabéu, que dijera
Valdano, es como un partidillo en un patio de colegio al lado del que irradia
el imponente recinto emeritense, por muy Margarita Xirgu que sea una, por muy
Nuria Espert que una sea (léase Alberti).
Dicho lo cual, anteayer, en cuanto vi, portada
de HOY, la foto de Julio en actitud orante/sonriente, tan propia de él, se me
vinieron de súbito a las mientes dos momentos del cantante relacionados con
Extremadura, glosadas que fueran en estas páginas por este particular. El
primero, aquella vez, septiembre 1987, que, en busca de prestigio, acudió a mi
pueblo con la intención de comprarse una casa (¿desde cuándo los escritores,
perdón, escribiente en mi caso, no podemos inventarnos los viajes?); pero la
cosa no pudo ser: al abrir un grifo, Julio comprobó horrorizado que, en lugar
de agua, salía orina de enfermo (hoy se la habría comprado, ay). El segundo,
septiembre 1992, la noche que, reinante “El cristalero”, en la apoteosis de su
actuación, comenzase a ondear furiosamente una bandera de la sub-república de
Extremadura que un obstinado nacionalista extremeño acababa de colocar en su
mano de modo inadvertido, Día de la Comunidad, plaza mayor de Trujillo, “una de
las más bellas y originales ciudades de España” (Alberti otra vez).
Caro, muy
caro, le pudo costar aquello: lo de la bandera. Resulta que los colores de la
gloriosa bandera de Extremadura (que a su vez son los del Cacereño y del
Badajoz) coinciden con los de la bandera de la OLP, Organización para la Liberación
de Palestina, la del futuro Estado Palestino, con lo cual, ya se pueden
imaginar lo que pensó el mundo todo al ver aquellas imágenes. Dios y ayuda
necesitó Julio para hacer entender al confundido personal que aquella insignia
no era la de unos fanatizados señores que se dedicaban mayormente a matar judíos,
sino la de una pacífica y plácida región, perdón, Comunidad Autónoma, de España;
tan es así, que primero tuvo que empezar por explicar dónde está España, pues
que, sin ir más lejos, en Norteamérica, donde él vive desde hace años, a España
la sitúan en América del Sur: “español de Europa” tienes que decir si quieres
que entiendan tu procedencia.
En fin, que
espero que anoche (lástima no haber podido acudir) a nadie se le ocurriese volver
a incurrir en semejante dislate. Más que nada, lo digo por recordarles a los
nacionalistas que lo suyo, aparte de ridículo, anacrónico, extemporáneo, paleolítico,
ha sido siempre muy dañino. Pero hombre, si lo dice muy claro ese genio
iconoclasta, llamado Joaquín Sabina (el Príncipe de Asturias, ¡ya!), en “El
blues de lo que pasa en mi escalera”: “Por cantar el rap del daño que hacen las
banderas”. Las banderas, o sea, las grímpolas y gallardetes que hubiera dicho el
maestro Umbral, no han hecho otra cosa nunca que hacer daño, sí. Que se lo
pregunten, si no, a Julio Iglesias, te quiero, hey.