Recuerdo
como si fuera ahora mismo la primera tarde en la doctrina, iglesia de mi
pueblo, que así llamábamos a aquellas reuniones, media docena de niños en
derredor de la catequista, doña Conce, que estoy viendo moverse sobre su pecho la
sirena plateada y colgante que lucía. “Madre, que esta tarde tengo doctrina”. O
sea, doctrina de la Santa Madre Iglesia. La única que había. Menos mal que muy
pronto empezarían a llamarle catequesis. De haber continuado llamándole
doctrina, ¿qué pensaría hoy un niño al escuchar en la tele lo de la “doctrina
Parot”, y que su padre le dijera que el tal Parot había sido condenado por 82
asesinatos? Es que, de unas semanas a esta parte, no hay día que no salga a
relucir la célebre doctrina del sanguinario terrorista, más bien su versión
inversa, o sea, la derogación de la misma por el Tribunal de Estrasburgo, una
petición del gobierno español a la alta instancia judicial, lo que yo les diga,
para darle una pátina de legalidad a la excarcelación de individuos condenados
por crímenes execrables: a efectos penales, da lo mimo matar a uno que a cien, dice
la sentencia, con lo que, en aplicación de la cual, en cuatro días saldrán a la
calle un centón de asesinos múltiples, que no “en serie”, tal que dice el
informador analfabeto al uso. Anteayer mismo fue puesto en libertad uno de los
autores del asesinato “en serie” de Hipercor, medida cuya crítica le tocó esta
vez en suerte al señor Floriano, que lo hizo con su habitual ferocidad, con ese
verba flamígera que le es propia.
Cuando fuera debatida la fallida Constitución
Europea, muchos se sintieron disgustados porque en el preámbulo no fue recogida
mención alguna sobre la ingente, determinante, influencia del cristianismo (“Roma
y la Cruz”) en la vida y costumbres del viejo continente. Pues no les ha hecho
ni falta a los señores jueces. Es que, lo que son las cosas, la sentencia de
Estrasburgo acaba de unificar, “pro domo sua”, uno de los aspectos de ambas
doctrinas: el que dice que da lo mismo ocho que ochenta, pecado mortal para la
una, asesinato para la otra. Sin embargo, se ha pasado por el forro lo más
gordo: “Del lado que cayere el árbol, así permanecerá para toda la eternidad”.
Nos lo
enseñó una mañana en la escuela, don Pedro Cerezo, hombre serio y temido, que
me cantaba a diario, a mis siete años, por qué no se casa usted don Agapito,
por qué no se casa usted siendo tan bonito: “Lo mismo se va al infierno por un pecado
mortal que por un camión de pecados mortales” (sic). ¿No les suena a
Estrasburgo? En efecto, lo mismo se condena uno para los restos por un solo pecado
en solitario (“no pierdas una eternidad por un momento de placer”, rezaba un
grafiti de mi adolescencia), que por ser el jefe de un horno crematorio. ¿Les
parece eso bonito? Vamos anda. Tan bonito como la sentencia de Estrasburgo. Ni
una cosa ni la otra.
¿A quién
quiere usted criticar, al Tribunal de Estrasburgo o a las religiones de nuestra
vecindad? Hombre, una vez leído el “Retrato de artista adolescente”, de Joyce,
lo tengo clarísimo. Ustedes no saben lo que es el infierno.