A pájaro flaco, todo son pulgas. Oiga, que se
dice a perro flaco. Sí, pero es que yo estoy hablando del AVE extremeño. Ah,
bueno. Es que, por si faltaba algo para el euro, ahora va y aparece una suerte
de corruptela administrativa, que retrasará un poquito más la marcha de las erráticas,
impredecibles, obras ‘avícolas’. Vaya por delante que no seré yo el que llore
por los 300 km/hora, ni mucho menos. Si hay algo placentero en este mundo es un
viaje en tren, y a tan altas velocidades uno no viaja, se traslada, con lo cual,
en aras de las prisas, para qué tantas prisas, uno deja de disfrutar de un bellísimo
espectáculo: la asombrosa belleza de los campos extremeños (venga, a leer a
Alberti: “La arboleda perdida”).
Pero no era del AVE/tren rápido de lo que yo
quería hablarles hoy, mayormente, sino de lo otro: del casco albañil. Resulta
que, a tenor de la noticia referida, se ha visto en algún periódico, imágenes
de archivo, al señor Monago, junto a la ministra del ramo, mi dilecta colega,
Ana Pastor (me impuso la insignia cuando los 25 años de colegiación), ataviados
ambos con sendos cascos de albañilería, que, por cierto, no sé para qué puñetas
sirve el casco cuando se está a cielo abierto como en la foto. Como no sea para
que no le caguen los pájaros en la cabeza; o los tíos que levitan en “Amanece
que no es poco”, sensacional ‘flin’. Al señor Monago, le sienta muy bien, la
verdad sea dicha, o sea, que le está que ni pintado, pero a la ministra: ay,
cómo le sienta el casco a la ministra: como a una santa dos metralletas. Lo
cual que, una vez más, me alegro cantidad de no haber entrado en el proceloso
mundo de la política. ¿Por el casco? Sí, señor.
“Tiraríamos de ti inmediatamente” (sic) me
dijera un socialista con mando en plaza, aquella vez que, hace varios siglos,
le hablé de mis intenciones de fichar por el PSOE, sin ninguna inclinación
espuria (al diccionario), pues que yo ya tenía un puesto de trabajo fijo, no sé
si me entienden. Lo cual, que no entré. Con lo que me libré del casco. Es que
ustedes no se hacen una idea de lo mal que me sientan las prendas cefálicas.
Con decirles que por esa razón, me paso el invierno con la azotea aterida, está
dicho todo. Un tercio del calor se pierde por la cabeza, por lo que “paso más
frío que los perros de Manolete”, según dijera en la tele un ciudadano de
tierras siberianas, Molina de Aragón, o por ahí. Si me calo una gorra, me
quieren comprar las vacas que no tengo; y si me pongo un sombrero, parezco un
personaje de dibujos animados. O sea, que ya se pueden imaginar cómo saldría en
las fotos con el gorro de plástico. Y hay una cosa cierta: en cualquier
carguillo que me hubiesen asignado, tarde o temprano habría tenido que calzarme
uno. ¿Que no? Quién le iba a decir a Ana Pastor, médica de cabecera como este
particular, que acabaría usando el casco a diario, ora construyendo AVEs, ora
arreglando entuertos de magnos estrechos panameños, si se me perdonan el
oxímoron (al diccionario otra vez). Vamos, que no me sienta el casco.