Manuel Vicent, el maestro Manuel Vicent, cada
año, cuando van a principiar las cientos de corridas de San Isidro, escribe una
columna demoledora contra la fiesta de los toros: siempre la misma, siempre
distinta, siempre brillante. Si yo fuera Manuel Vicent, cada año, cuando llega
la estación de las lluvias, escribiría una columna demoledora contra los
agoreros que se dedican a acojonar al personal cuando lo que toca es la pertinaz
sequía (volverán, ya lo verán, a rebozarnos por la cara la cola resquebrajada
de un pantano). Pero no lo hago, por dos razones: porque no soy Vicent y, sobre
todo, porque las lluvias no son siempre tan puntuales y tan abundantes como las
corridas de las Ventas del Espíritu Santo. A pesar de lo cual, no es la primera
vez que le doy para el pelo a los profesionales del catastrofismo, que el
cuarto de siglo que llevo dándoles la tabarra en estas páginas, da para mucho.
Cuánto me gustaría agarrar por el pescuezo, es un decir, a uno de ellos,
montarlo en un coche, y hacer con él el viaje entre Cáceres y Badajoz, un
suponer, e ir dándole un pescozón por cada regato que va fuera de madre: “¡Toma,
para que vuelvas a asustar al personal!”. Ah, qué delicia tan grandiosa es
contemplar los campos rebosantes de agua. No obstante, no moriré tranquilo
hasta que vuelva a ver vivos los milagrosos manantíos de la infancia, en
verano, claro, que es cuando hay que dar la talla, para lo cual, parece que
serían necesarios numerosos temporales como el actual, o dicho de otra manera,
muchas “ciclogénesis explosivas”, que es como han dado en llamar a los
temporales, esas “estrellas emergentes” del mundo mediático, o sea, los hombres
y mujeres del tiempo, los cuales, en su afán de modernidad, se han olvidado de
la palabra que siempre se usó (libro de geografía del bachillerato) para
calificar el desbocado y violentísimo oleaje de los mares del norte: las
galernas del Cantábrico, de tantísima actualidad. Se conoce que la antigua palabra
galerna no les hace juego con la moderna ciclogénesis, palabra muy eufónica,
por cierto. Ni la palabra tempestad.
Me explico. De toda la vida, a una nevada
espantosa, como la que en estos momentos azota al este de los EEUU, se le
llamaba como Dios manda: una tempestad de nieve. ¿Que cómo se le llama ahora? ¡Una
tormenta de nieve! ¿Ustedes han visto rayos y truenos cuando nieva? ¡No me
digan! Con lo bella y lo fuerte que es la palabra tempestad. Por lo visto (así
nos lo contaron), una horrible tempestad contribuyó sobremanera a la derrota de
nuestra Armada Invencible. “Yo no he mandado a mis barcos a luchar contra los
elementos”, dicen que dijo Felipe II, que a saber si uno tiene el cuerpo en
esos momentos para decir frase tan lapidaria. Seguro estoy de que el día que le
toque a una de las novísimas “estrellas” comentar aquel evento, no pronunciarán
la palabra tempestad, dirán tormenta, una tormenta en la que, según las
crónicas, no hubo ni rayos ni truenos. Las tormentas de mi padre, al menos
tienen rayos. “Yo nunca he visto una tormenta como ésta: con relámpagos y sin
truenos”, comentó no ha mucho. Lo de mi padre tiene una explicación. Le llaman
Santiago el Sordo.