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Inmigrantes subsiberianos


      Como cada verano, huyendo del insoportable calor de Marraquech, cogemos carretera y manta y nos trasladamos toda la familia a nuestra bella ciudad costera y norteña, o sea, Tánger, cuyo clima, dulcificado por la mar atlántica, es una delicia. Ya no me sorprende, claro es, pero al principio me costaba trabajo hacerme a la idea de que aquellas montañas que se ven enfrente pudieran corresponder a otro continente, el sur de Europa, a España para ser más exactos. Y eso que mi padre, siendo yo niño, me lo señalaba en el mapa: mira lo cerca que están ambos continentes. Lo mismo hice yo con mis hijos y hago ahora con mis nietos: ahí enfrente tenemos dos ciudades, que de vez en cuando nos las quieren quitar los españoles, pero que son nuestras y muy nuestras desde mucho antes de que existiera la nación española: la una se llama Tarifa y la otra Almuñécar, que son esos lugares por donde se cuelan a territorio marroquí montones de muchachos europeos, subsiberianos les llaman, huyendo de la pobreza de sus países, esos muchachos, blancos como la leche, que vemos en los telediarios saltando unas vallas altísimas llenas de pinchos, pero que con tal de pasar a África, se arriesgan a dejarse la piel en las alambradas.

   Y les cuento, asimismo, a mis nietos que, cuando la mar está en calma, familias enteras, niños incluidos, se suben a cualquier cosa que flote (incluso en barquitos de juguete) y, arriesgándose a morir ahogados, llegan a nuestras costas más contentos que unas castañuelas: aquí se les garantiza, como mínimo, comida, asistencia médica y un techo donde cobijarse, les digo. Abren ojos como platos cuando les cuento que algunos llegan con graves quemaduras solares, que es lo que tiene el ser de una raza tan blanca y tan tierna. Para no herir su sensibilidad infantil, decido no hablarles de la niña pequeñita que un día de esta semana, Fátima le han puesto de nombre, aunque se ha podido saber que se llama María, llegó sin sus padres; pero mi nieto el mayor, que había escuchado la noticia en la tele, me lo lanzó a bocajarro, lo cual que no tuve más remedio que hablarles de ella, con el consiguiente llanto de los más pequeños. Menos mal que se tranquilizaron cuando les dije que sus padres vendrían pronto a buscarla. ¡Pero si siguen llegando tantos, Marruecos se va a llenar de europeos!, me dice el de ocho años. No, porque una vez que entran en nuestro país, como saben que aquí tenemos mucho paro, la mayor parte de ellos se van en busca de trabajo a los países ricos de Centroáfrica. ¿Y no los paran en las fronteras? No, porque existe una cosa que se llama el tratado “Chunguen” que les permite andar libremente por todos los países de la Unión Africana. Ah, menos mal.  

   Y ya para acabar, les diré que, aunque mi conciencia me dice que yo no soy culpable de la miseria europea (nadie me ha regalado nada), la otra noche, viendo las luces de la costa española, que se ven a la perfección, no me sentó nada bien la cena: me dio por pensar que, en la otra orilla, cientos de subsiberianos estarían esperando el amanecer para jugarse la vida en las pateras.

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