La primera vez que lo pensé fue aquella
tarde, recién llegados a Riga, la capital de Letonia, ciudad conocida por los
estudiantes de bachillerato (los del bendito bachillerato antiguo), porque en
ella se suicidó Ganivet, aquel pensador y diplomático español, precursor de la
movida intelectual del 98, siglo XIX, claro. Bueno, al grano, que me pierden
las digresiones. Resulta que, nada más llegar, última semana de julio, nos cayó
una manta de agua de padre y muy señor mío, lluvia nada infrecuente en los veranos
bálticos, a juzgar por el verdor primaveral circundante. Así cualquiera, pensé,
refiriéndome al anchuroso río, que divide en dos la ciudad: la París del Norte.
Este río no tiene ningún mérito; para mérito, el de los ríos españoles en
verano, le comenté a alguno de los compañeros de viaje. ¿Qué? Lo que te he
dicho.
La primera vez fue en Riga, ya digo, pero
después lo he pensado y lo pienso siempre que cruzo el Guadiana a su paso por
Badajoz. Esto es un río y lo demás es cuento: no llueve hace medio año y no le tiene
envidia a los ríos que mueren en el Báltico (lo de morir es un homenaje a
Manrique, ya saben: nuestras vidas son los ríos, etc.). Y lo he pensado, asimismo,
cada vez que he visto las lluvias torrenciales que en los últimos días están
descargando en el noreste peninsular. Y nosotros, ni tan siquiera una
tormentita que llevarnos a la boca. En efecto: ¿cuánto tiempo hace que no
llueve como Dios manda en las cuencas del Tajo y del Guadiana? ¿Cuatro, cinco,
seis meses? Ya ni me acuerdo. Y sin embargo, ahí los tienen ustedes, manteniendo
el tipo como unos hombres. ¿Me quiere alguien decir de dónde sale el agua que
lleva ahora mismo el Guadiana? ¿De las Lagunas de Ruidera? Calla, hombre, calla.
Las Lagunas de Ruidera integran un paraje impresionante, asombroso, pero no dan
ni para un humilde afluente. Vamos, que no. Si al menos el Guadiana naciese en
las altas cumbres de alguna cordillera de nieves duraderas. Pero ni así: el
nacimiento del Tajo, que lo hace en alturas propicias a las nieves, sólo se
identifica en verano por el imponente monolito que lo señala: ni un hilito de
agua tan siquiera pudimos ver, la vez que nos perdimos, literalmente, por
aquellos parajes, camino de Albarracín, lugar de ensueño, dicho sea de paso. Lo
cual, que yo no pude decir en Lisboa, lo que dijera en antológica viñeta, a
orillas de un caudaloso río, aquel humorista de La Codorniz que fascinara al
mismísimo Einstein, Tono: “Y pensar que a este río lo he visto yo nacer”.
Total, que como soy incapaz de explicarme lo
de los ríos veraniegos de la llamada España seca, mientras alguien no me
demuestre lo contrario, se trata un verdadero milagro, palabra que, por cierto,
no se les cae de la boca a mis hermanos los periodistas. Ahora resulta que los
americanos que se han curado del Ébola, lo han sido por un medicamento milagro.
Contentos se tienen que haber puesto con el dichoso milagrito los señores que
se han pasado años investigando el fármaco. Milagro, lo que se dice milagro, lo
del Tajo y el Guadiana. Lo que yo te diga a ti.