Sé que están ustedes esperando que les
cuente la verdad, la auténtica, sobre las causas de la confesión de Pujol, y no
esa sarta de sandeces que los sabios/s de las tertulias radiotelevisadas han
vertido sobre el particular. Gracias por su confianza.
Ni investigación de la UDEF (“qué coños es
la UDEF”, contestó don Jordi a una periodista), ni inspección de la agencia
tributaria; ni filtración periodística, ni ocho cuartos. Lo que en realidad ha
sucedido, paso a glosarlo a continuación, tal cual, y que, como en tantas
ocasiones en esta vida, fue fruto del más puro azar.
A pesar de sus ochenta y cuatro, el señor
Pujol no para en rama verde: siempre tiene algún acto que presidir. Pues bien,
a pesar de lo cual, ya digo, una ociosa mañana que le diera por entrar en la
biblioteca (una vez dijo no tenía tiempo para leer), de repente se quedó
clavado y absorto en el rincón donde yacen dormidos los libros de su juventud,
en uno de los cuales fijó su atención: el “Retrato del artista adolescente”, de
Joyce, el cual le causare honda impresión, como joven de acendrada formación
católica que era. Luego de hojearlo/ojearlo con mimo, emocionado al encontrar las
anotaciones de su puño y letra en los márgenes, decidió leerlo de nuevo.
Invadido por la nostalgia estaba don Jordi
con la lectura -cada página le traía vivos recuerdos de sus juveniles antaños-,
cuando en esto que el autor narra una historia espeluznante (a mí me la
contaron en unos tétricos y ‘condenatorios’ ejercicios espirituales de
adolescencia): la del niño seminarista que se atrevió a comulgar sin haber
confesado, por vergüenza, un pecado sin importancia. ¿Qué importancia puede
tener el pecado de un niño? El pecado no tenía importancia, pero el comulgar
sin confesarlo, sí, y mucha: es un sacrilegio. Y como fuere incapaz de confesar
que había cometido un sacrilegio, siguió adelante con su atormentada conciencia,
comulgando a diario en pecado mortal. Y así pasaron los años, y el joven se
hizo sacerdote, y andando el tiempo llegaría a ser obispo, y cuando murió, fue
enterrado en la catedral. Y así quedaron las cosas, hasta que un buen día, en
medio de una solemne ceremonia litúrgica, las piedras que cubrían la tumba se
resquebrajaron de súbito, quedando al descubierto el enterramiento, al tiempo
que se oyó la voz de monseñor, diciendo que él era indigno de descansar en un
lugar sagrado, porque había sido un grandísimo pecador. En ese instante, a don
Jordi se le cayó el libro de las manos, y sus brazos quedaron exhaustos a ambos
lados de la butaca, víctima del más atroz abatimiento: eran vidas paralelas.
Resulta que cuando él heredó aquellas
perrillas de su padre, en el extranjero, no las declaró porque en aquel
momento, licenciado en medicina que era, jamás pensó que llegaría a ser
presidente de Cataluña, y sobre todo, muñidor supremo del independentismo, tarea
a la que consagraría toda su vida. Una vez en el poder, ya saben: imposible
confesar tan gravísimo sacrilegio. Aterrado ante la idea de que algún día en su
mausoleo de padre de la patria catalana pudieran suceder hechos similares a los
de la catedral irlandesa, decidió lo que ya todo el mundo conoce.
Ésa es toda la verdad. Y la única.