Hoy tocaba hablar, un suponer, del
extraordinario éxito cosechado por los sucesivos gobiernos en la lucha contra
la llamada violencia de género, machista mayormente, que así habría que
llamarla siempre, tal que hiciera hace unos días un locutor, hablando de la
muerte de una mujer de 89, a manos de su marido de 91. Un machista es lo que
era el viejo. Miedo me da pensar en la ingente cantidad de mujeres que morirían
de no ser por las vigorosas medidas tomadas al respecto. Sin embargo, a pesar
de los múltiples “observatorios”, me da como la sensación de que, como no
pongan un policía en cada casa, no va a haber forma de prevenir que un loco
cualquiera mate a su compañera.
Pero también podíamos haber hablado de la convulsión mundial que han supuesto las
horrísonas muertes del par de periodistas degollados por los fanáticos del
islán, y de las preguntas que me vienen a la cabeza cada vez que sale a relucir
el asunto, a saber: ¿hay mucha diferencia entre cortarle la cabeza a una
persona, o meterle dos balas en la nuca a cañón tocante? De Miguel Ángel Blanco hablo. Si la cosa es tan
parecida, ¿por qué, pues, la convulsión del segundo caso, no fue tan mundial
como la degollación de los otros?; ¿son más canallas, acaso, los del cuchillo
que los de la pistola? Que alguien me conteste. Los unos matan en nombre de
Alá; los otros, lo hicieron en nombre de un territorio. ¿Es acaso menos
execrable matar por un cacho de tierra que matar por mandato divino? Tanto da,
¿verdad? A lo mejor por eso a Miguel Ángel lo mataron arrodillado y con las
manos atadas a la espalda, para que pareciera una inmolación divina, que así
venía pintado en la enciclopedia Isaac, ya a puntito de ser apuntillado por su
padre Abraham, que ya hay que tener fe: yo, desde luego, me hubiera negado en
redondo.
En fin, que podríamos haber hablado de todo
eso y de muchas cosas más. Pero, mira tú por dónde, leo en un periódico a
cuatro columnas: el señor Monago invita al papa a visitar Extremadura y le pide
una Guadalupe extremeña, refiriéndose, claro es, al imponente monasterio, que
Guadalupes extremeñas las hay a cientos. ¿Cómo no escribir, pues, unas líneas sobre
el particular, víspera de la festividad de nuestra patrona, Diada Extremeña
asimismo? Es el caso que la cosa me coge enfrascado en la enésima lectura del
magnífico libro que el profesor/historiador Ramón Carnicer dedicase a nuestra
tierra: “Uno siente cierta incomodidad ante la tentación, por ociosa, dada su
importancia, de pormenorizar la riqueza artística de Guadalupe, sin parangón en
el conjunto de los monasterios españoles. Pero es aún mayor, si cabe, la
presencia en él de nuestra historia”. Toma ya. O sea, que el regalo que nos
hizo Javier de Burgos cuando, no ha dos siglos, dividiera España en provincias,
es de los que hacen época, que bien pudo haber trazado la raya un poquito más
acá y habérselo dado a la provincia de Toledo. Pero no, tan inmenso tesoro cayó
en la de Cáceres. ¿Que sigue perteneciendo a la diócesis toledana? Yo, señor
Monago, ni me acuerdo de eso cuando le rezo una salve a la virgen en su templo.
El papa, que venga ya.