Cientos
de miles, millones, cientos de millones de catalanes salieron el otro día a las
calles reclamando el derecho a decidir. Qué derecho a decidir ni qué leches, lo
que quieren es la independencia. Bueno, no se ponga usted así. Millones, en
cualquier caso. Pocos me parecen a mí. ¿Pocos? Sí, pocos. Son tantos los años
que llevan predicando el odio a todo lo español, por tierra, mar y aire (aulas,
periódicos, radios, televisiones, estadios), que lo extraño es que todavía
quede algún residente en Cataluña, perdón, Catalunya, que quiera seguir en
España (lo de Catalunya es en recuerdo a Vázquez Montalbán, charnego
catalanista). En efecto, desde que hace ya su buen tercio de siglo, la
presidencia de la Generalitat cayese en manos de Jordi Pujol, éste no hizo otra
cosa que preparar los caminos de la independencia, bueno, eso y hacerse
millonario. O sea, que lo de lo de anteayer no se concibe sin la formidable
contribución del otrora ‘molt honorable’, figura insigne, providencial, del
catalanismo independentista, con la posterior (¿posterior o ulterior?) e
inestimable contribución de dos presidentes socialistas: el pobre Maragall y el
pobrecito Montilla, aquel señor nacido en la provincia de Córdoba, que un día
en el Senado fue menester ponerle un intérprete para que lo pudiese entender, auriculares
mediantes, uno nacido en Ceuta y criado en Sevilla, Manuel Chaves. Pa matarlos
a todos: a Montilla y a los que consintieron semejante dislate.
Señor, Señor, qué cruz.
¿A usted no le parece raro lo de anteayer,
luego de la confesión ´latro-cínica’ del Moisés catalán? Qué va. Hay algunos
venenos que no se eliminan nunca, mayormente si han logrado impregnar el paleoencéfalo,
que es esa parte del cerebro donde asientan las funciones primarias, la
territorialidad un suponer, o sea el nacionalismo. Explíquese. Ahora mismo.
Preguntado que fuera por Dominique Lapierre cierto prohombre comunista de la
región del Cáucaso acerca de los millones de asesinatos de la era Stalin,
recién aireados por Kruschef, el prohombre, lejos de dolerse con el castigo
(eso hicieron, a regañadientes, el gran Alberti y el gran Pablo Neruda),
respondió: “Son los grandes errores de un gran hombre”. ¿Habría dicho lo mismo
si en lugar de dejar millones de muertos, se hubiese llevado millones de
rublos? Me da a mí que no. He ahí la gran paradoja: Pujol versus Arzalluz.
Arzalluz es el Pujol del País Vasco,
perdón, Euskadi, es decir, el sumo sacerdote (fue cura) del independentismo
vascongado, empapado hasta las cejas con la sangre de cientos de muertos y de
miles de heridos (los heridos también sangran). Ni se me pasa por la cabeza
pensar que Arzalluz diese alguna vez la orden de matar a nadie. Pero no se me
va de la misma que no hizo otra cosa que dar cobertura ideológica a los
asesinos. Recuerden lo del nogal y las nueces. Pero hombre, si recién
sacrificado, ignominiosamente, Miguel Ángel Blanco, como viera que su proyecto
se tambalease, firmó deprisa y corriendo el pacto de Estella, perdón, Lizarra,
con los ideólogos del crimen. Y aquí viene lo bueno: el día de mañana, cuando
Cataluña y el País Vasco sean independientes, Pujol será una figura muerta, por
corrupto, mientras que el recolector de las nueces ensangrentadas será
considerado como padre de la Patria Vasca. Pues yo, me quedo con el corrupto,
mire usted.