En fin, que
de lo que yo quería hablarles es del discurso del rey, Felipe VI, claro, que su
padre bien descansado tiene que haber quedado, el hombre. ¿Del peso de la
corona? No, qué va. “El rey reina, pero no gobierna”, que ni la reina de
Inglaterra pudo decir ni pío cuando lo de Escocia. Algo mucho peor: de la
tortura de la grabación del discurso navideño. Por lo visto, dada su mejorable capacidad
para la pronunciación, los ensayos se hacían sudorosamente interminables. Yo
quería hablarles, ya digo, del discurso de don Felipe. Es que a mí me daría
mucha vergüenza dirigirme a toda la nación en una alocución enlatada y cien
veces ensayada a horas inverosímiles, que no son ni las nueve de la noche, ni
es nochebuena, ni na de na. ¿Tan difícil sería hacerlo en vivo y en directo? ¡Vamos
anda! ¡Y menos en un discurso leído! Ahí va mi órdago: tengan ustedes por
seguro que el día que yo sea rey, se acabarán los discursos grabados. No sé si
me atreveré a aprendérmelo de memoria (muy mayor me va a coger, aunque los
actores de teatro memorizan textos larguísimos), pero se acabarán las
grabaciones y los ensayos: a pelo, como está mandado, que es la única manera de
darle verosimilitud a lo que se está diciendo. Para que al personal no le
suceda lo que a mí me pasa: que entre el enlatado por una parte, y la falta de
énfasis por la otra, el discurso me parece como un pan sin sal, que decía mi
madre. Algo así como lo que me sucede con mi admiradísimo Muñoz Molina, que
pone tan poco énfasis cuando habla, que me parece mentira que sea el autor de
una prosa tan viva, tan bella, tan sabia: “Como la sombra que se va”, su última
obra, no se la pierdan.
Alguien dirá
que si el discurso del rey no fuera previamente grabado, podría suceder que nos
quedásemos sin él por una inoportuna disfonía, un suponer. ¿Y qué? ¿Pasaría
algo? Lo leería doña Leticia, ¡en directo!, que seguro que lo haría
maravillosamente, que por algo hacía los mejores telediarios de su tiempo.
Además de lo guapa que es, claro.