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El discurso de la reina


  Al discurso navideño del rey le pasa lo mismo que a los programas de variedades que esa misma noche y similares nos echan por los miles de cadenas televisoras: que están grabados y bien cocinados con exagerada antelación, que por los sudores de algunos artistas, parecen hechos en pleno verano. Sólo así se explica que uno de estos años pasados viéramos a la ínclita Isabel, qué Isabel va a ser, moviendo la bata de cola en diez o doce canales a la misma hora. Ustedes perdonen, pero dada la situación actual de la cantaora (lo de tonadillera me parece una humillación, propia del analfabetismo de periodistas analfabetos), no puedo dejar de escribir eso tan bonito: “Sit transit gloria mundi”. Tres cuartos de lo mismo podríamos decir sobre el jurásico Raphael, siempre con su “Pequeño tamborilero” a cuestas, que creyéramos de su exclusiva propiedad, y resulta que se trata de un villancico que ya cantasen en su día, siglos ha, figuras como Frank Sinatra y Bob Dylan: “Little drummer boy”, dicen ellos en su lengua de trapo. Eso se avisa, señor Martos.

  En fin, que de lo que yo quería hablarles es del discurso del rey, Felipe VI, claro, que su padre bien descansado tiene que haber quedado, el hombre. ¿Del peso de la corona? No, qué va. “El rey reina, pero no gobierna”, que ni la reina de Inglaterra pudo decir ni pío cuando lo de Escocia. Algo mucho peor: de la tortura de la grabación del discurso navideño. Por lo visto, dada su mejorable capacidad para la pronunciación, los ensayos se hacían sudorosamente interminables. Yo quería hablarles, ya digo, del discurso de don Felipe. Es que a mí me daría mucha vergüenza dirigirme a toda la nación en una alocución enlatada y cien veces ensayada a horas inverosímiles, que no son ni las nueve de la noche, ni es nochebuena, ni na de na. ¿Tan difícil sería hacerlo en vivo y en directo? ¡Vamos anda! ¡Y menos en un discurso leído! Ahí va mi órdago: tengan ustedes por seguro que el día que yo sea rey, se acabarán los discursos grabados. No sé si me atreveré a aprendérmelo de memoria (muy mayor me va a coger, aunque los actores de teatro memorizan textos larguísimos), pero se acabarán las grabaciones y los ensayos: a pelo, como está mandado, que es la única manera de darle verosimilitud a lo que se está diciendo. Para que al personal no le suceda lo que a mí me pasa: que entre el enlatado por una parte, y la falta de énfasis por la otra, el discurso me parece como un pan sin sal, que decía mi madre. Algo así como lo que me sucede con mi admiradísimo Muñoz Molina, que pone tan poco énfasis cuando habla, que me parece mentira que sea el autor de una prosa tan viva, tan bella, tan sabia: “Como la sombra que se va”, su última obra, no se la pierdan.

  Alguien dirá que si el discurso del rey no fuera previamente grabado, podría suceder que nos quedásemos sin él por una inoportuna disfonía, un suponer. ¿Y qué? ¿Pasaría algo? Lo leería doña Leticia, ¡en directo!, que seguro que lo haría maravillosamente, que por algo hacía los mejores telediarios de su tiempo. Además de lo guapa que es, claro.  

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