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Mi adorado Joaquín


                                 MI ADORADO JOAQUÍN

                                   Agapito Gómez Villa

     Conocedores mis epígonos de la veneración que profeso a Joaquín Sabina, más de uno se preguntará que cómo es posible que me atreva a bromear sobre el ‘concierto interruptus’ del otro día, cuando, según sus propias y deslenguadas palabras, le dio ‘un Pastora Soler’, por lo cual hubo de abandonar las tablas antes de lo previsto. La razón es muy sencilla: porque él, tan dado a la chanza, habría sido el primero en lanzar alguno de sus dardos, más jocosos que envenenados, de haberle sucedido a otro: Plácido Domingo, un suponer, al que, el muy canalla, le llama Flácido Domingo. Vaya por delante que a mí lo del ‘miedo escénico’, aportación de Valdano a la jerga futbolera (a mejorarse, buen hombre), sobre el estado de ánimo del equipo visitante en las épicas remontadas nocturnas del Bernabéu, les decía que a uno no le cuadra nada, lo que se dice nada, lo del tembleque de piernas, y menos en un tío que lleva a sus espaldas varios miles de actuaciones (dos mil al menos con Pancho Varona), pero tampoco me cuadra lo dicho por la ebúrnea Mónica Naranjo: que se había pasado de la raya y tal. No creo a Joaquín tan cínico como para ‘pasarse de la raya’ al mismo tiempo que comentaba a la feligresía que su pasado níveo no le había aportado nada bueno. ¿Cuál sería, pues, la causa de la palidez cérea que exhibiera el cantante minutos antes de retirarse al vestuario, perdón, al camerino? No me digan que no se la imaginan. En efecto, eso es. Justo lo que están ustedes pensando.

   Es que no es para menos. Imagínense a un torero que, en mitad de una faena clamorosa, va un subalterno y le enseña un whatsapp en el que dice: Montoro le reclama a tu jefe cuatro millones de euros. ¿Con qué ánimo volvería ese hombre a ponerse delante del Montoro, perdón, del toro? Ante la estupefacción del respetable, empuñaría la espada y, sin cuadrar al animal, entraría a matar de atrabiliario modo, tal que hacía el gran Curro Romero en tardes ‘inolvidables’. Eso es justamente lo que le pasó a Sabina la otra noche. Acabada una canción, atronando los aplausos, va uno de  los suyos y le enseña el whastapp de Montoro: el de los cuatro millones de euros que saldrían a relucir ayer en todos los medios. A quién se le ocurre: ¿no podía haber esperado el jodío ‘subalterno’ a que acabase el concierto? Esa es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre el sabiniano jamacuco, odiosa y repugnante palabra, por cierto: lo digo para que se abstengan de pronunciarla en mi presencia (si dicen yu-yu, puedo matar directamente).  

  ¿Que por qué la segunda noche madrileña Joaquín estuvo cumbre, sin pánico ni miedo ni nada, si los cuatro millones continuaban revoloteando por el escenario? Muy sencillo: cuestión de paisanaje. ¿De dónde es Montoro? De Jaén. ¿De dónde es Sabina? De Úbeda. Pues claro, hombre. Cristóbal llamó a su paisano para interesarse por su salud: por qué no me has llamado antes, no te preocupes, eso es una disparidad de criterios, que yo sé que tú eres una persona honrada. Gracias, Cristóbal.

  ¿Sigue usted pidiendo el Princesa de Asturias para Sabina? Hombre, claro. Nadie lo merece más que él.

 

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